Al principio

Linfarra

El hombre subió al vagón del metro y, antes de que las puertas se cerraran, ya estaba recitando su cantinela.


—Señoras y señores, disculpen las molestias que pueda ocasionar. No es mi intención incomodar, pero necesito comer, y para ello les pido su contribución. No pido limosna, solo un reconocimiento a mi trabajo si así lo consideran.


Intentando que no le afectara la indiferencia de quienes no levantaban la vista de sus móviles, tomó aire. Con voz grave y firme, empezó su discurso.


—Al principio, antes de que existiera el tiempo, cuando todo era un inmenso vacío, sin relojes, sin listas de tareas pendientes y, lo que es peor, sin un triste paquete de pipas para entretenerse, ocurrió algo inesperado: de la nada, de ese absoluto y desconcertante nada, apareció el Todo.


Pero claro, el todo llegó hecho un desastre. Imaginen una habitación después de una fiesta universitaria: puro caos. Entonces, una Conciencia Suprema, que al parecer tenía alma de organizadora, decidió poner orden. Creó el cielo y la tierra, el sol para los días y la luna para las noches, los mares para refrescarse y las montañas para las postales. Y, en un arrebato de genialidad, inventó el wifi.


Una vez que todo estuvo listo y reluciente, se quedó mirando su obra y pensó: «Vale, muy bien, ¿pero para quién es todo esto?» ¿Para que lo disfruten las piedras?». Así que decidió crear al hombre. No quería empezar por lo más complicado, así que primero hizo peces, aves, mamíferos y reptiles, cada uno con su correspondiente manual de instrucciones (que nadie lee, por cierto).


Cuando llegó el turno del Hombre, se puso manos a la obra —literalmente—. Tomó un poco de barro, lo moldeó con esmero, sopló en su nariz y le dijo: «¡Levántate y anda!». Pero el hombre, que no tenía experiencia en eso de existir, se quedó sentado mirando el horizonte con cara de póster.


La Conciencia Suprema lo observó un rato y reflexionó: «Esto está un poco soso… falta chispa, falta… ¡alegría!». Y así nació la mujer. Esta vez, además del barro, añadió una pizca de sal, una buena dosis de curiosidad y una generosa ración de sentido común.


Y así, el Hombre y la Mujer se encontraron en el Paraíso, con todo a su disposición: fruta fresca, clima perfecto y, lo mejor de todo, sin facturas ni impuestos.


Solo había una regla: «Podéis hacer lo que queráis, pero ni se os ocurra tocar ese árbol de ahí». Y claro, si algo sabemos de la humanidad, es que nada despierta más interés que un cartel de Prohibido tocar.


El resto ya es historia: una serpiente con labia, una manzana con demasiado protagonismo y, de repente, el Paraíso convertido en mundo real, con sudor en la frente y despertadores por la mañana.


Y así empezó la humanidad: con un error de principiante y una dieta forzada de fruta fresca. Pero, si lo miramos con humor, podríamos decir que todo esto no fue más que un gran experimento divino para demostrarnos que la curiosidad, aunque nos meta en líos, también nos hace únicos, porque, al final, somos maravillosos… aunque un poco propensos a meter la pata.


 


El hombre terminó su actuación, pasó la gorra con una leve inclinación de cabeza y se despidió con palabras de agradecimiento. Bajó del vagón y se quedó en el andén, esperando el siguiente tren. Con un poco de suerte, esta noche podría cenar bien.

T'ha agradat? Pots compartir-lo!