El tupper

Sergio Charro

Se despertó después de un sueño reconfortante. La noche no había deparado pesadillas recurrentes, algo común en las últimas semanas desde que cambió de trabajo. La noche despertaba los pensamientos almacenados en su subconsciente y los dotaba de un espacio libre donde manifestarse. Pero esa noche se podría decir que durmió “placenteramente”, por fin.


 


Era miércoles y lo peor de la semana había quedado atrás. Las reuniones y los informes llenos de datos incomestibles definían el inicio de cada semana. Hoy iba a ser un buen día. Se preparó el café con leche de avena que acompañaba su rutina matinal. Primero, una ducha fría para espabilar los sentidos, una rápida selección de la vestimenta en la oscuridad de la habitación -se negaba a dejar entrar cualquier luz que no fuera natural- y finalmente una revisión rápida de su mochila para no olvidarse nada, mientras pensaba qué playlist elegir como banda sonora.


 


Antes de salir por la puerta hacía un repaso mental de los básicos del día y echaba un rápido vistazo al piso, siempre con algo por hacer a su vuelta, ya fueran los platos de la noche anterior abandonados en la pila o una basura, que ya comenzaba a emitir un ligero y sospechoso olor. Tras cerciorarse de que todo estaba en un orden superficial a la vista, echó dos veces el cierre de la puerta y se puso en marcha hacia la estación de metro bajando raudo las escaleras.


La “línea verde” -se le daba fatal recordar el número asignado a cada línea del metro- había sido su opción escogida para su trayecto diario. Después de varias pruebas cronometradas de diferentes tipos de trayectos, había optado por aquella que le permitía caminar un último tramo para respirar algo del aire más fresco de la parte alta de la ciudad. Además, a veces disfrutaba de la suerte de sentarse durante las últimas paradas, algo casi excéntrico en la vorágine del metro cada mañana.


Le gustaba situarse en esa zona de “entrevagones” que le permitía anclarse sin zarandeos hasta el final de la ruta. Auscultó la mochila buscando los cascos que nunca dejaba en un mismo compartimento cuando, de repente, sintió un escalofrío recorriendo de manera vertiginosa todo su cuerpo. Dirigió una mirada vacía al horizonte del vagón, evitando cruzarse con otros ojos que vieran la imagen de un hombre abatido por las repentinas circunstancias. Se decidió a abrir la mochila y examinar cada rincón y objeto. No daba crédito a que una vez hubiera sido tan inconsciente. 


 


Durante la última cena de Nochevieja, llegado su turno durante el momento sagrado en que la familia intercambiaba sus buenos propósitos, él volvía a repetir un viejo objetivo: “estar más presente en el momento”. Un propósito ambicioso, casi pretencioso puesto que sabía de su gusto por dejarse llevar a través de los más absurdos pensamientos que gravitaban de forma incesante por su mente. 


Y ahí estaba de nuevo, ante la misma sensación de fracaso que tenía cada vez que lo olvidaba. El día ya no sería lo mismo, tampoco la semana. Un hecho aislado que era la prueba principal del crimen. Todos sus cálculos, buenos hábitos y compromisos quedaban desbaratados por la impertinencia del fallo. Dejó la mochila entre sus pies sin ver la mancha de algún alimento en el suelo. Bajó los brazos reconociendo la derrota. Ya casi había llegado a su destino transportado por el torrente de la resignación. No pudo evitar recordar una vez más el suceso, infligiendo a sí mismo un castigo desmedido pero merecido: el tupper se había quedado en casa.

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