Los juncos
Julieta llega al andén justo para ver como el último vagón del metro se pierde en la oscuridad del túnel. El lejano quejido de las ruedas viene seguido de un golpe de viento que recoge del suelo y disemina por la estación las partículas de orines y humedad acumuladas durante años. El cabello rubio y lacio de Julieta se hincha durante unos instantes y vuelve a posarse elegantemente sobre su espalda desnuda. Esta mañana ha decidido ponerse un top blanco, muy ceñido, que deja al descubierto la piel dorada y tersa que recubre sus hombros, la silueta adolescente de sus omóplatos. Antes de salir de casa ha estado un buen rato sacándose fotos en el espejo del baño. Por eso llega tarde.
Pasa otro metro. Señoreándose por encima de la muchedumbre sobre sus diez centímetros de tacón, Julieta entra. Va a petar. Los cuerpos de los barceloneses que van a trabajar conforman una masa compacta y sudorosa. Las cabezas, en cambio, sobresalen del conjunto y parecen pertenecer a una dimensión diferente. Aisladas en sus propios pensamientos, se dejan mecer por los cambios de velocidad con la indolencia de los juncos. Julieta se abre paso entre la gente. Su rostro contraído y los brazos pegados al pecho revelan un asco profundo hacia el resto de la humanidad. Termina apoyándose en una barra metálica vertical y saca el teléfono. Los hombres hacen cola para cortejarla. En la pantalla se despliega una larga lista de nombres y chats. Julieta ojea con desinterés los perfiles de sus pretendientes, sin llegar a contestarle a ninguno.
A su lado, Romeo mueve levemente la cabeza al ritmo de la canción de los Smashing Pumpkins que suena en sus auriculares. Es un chico atractivo, fornido, de espaldas anchas y mandíbula férrea. Todo en él refleja seguridad. Aún tiene marcas en el cuello de la noche anterior: la ha pasado con un ligue que conoció en una fiesta. Al recordarlo, se le escapa una risita. No hizo falta hablar, su sonrisa encantadora hizo todo el trabajo. Se han despedido hace muy poco, al lado de la estación. Ni siquiera se han dicho el nombre.
De forma inconsciente, va dando pequeños golpecitos con el pie. Es su sexta entrevista de trabajo este mes y ya está un poco harto. Ha repasado de arriba abajo todas las ofertas de empleo que ha encontrado, pero siempre hace falta más experiencia laboral o estudios que no terminó. Se ve que ser guapo no cuenta como grado universitario.
El vagón se llena aún más la siguiente parada y Romeo acaba chocando con la espalda de Julieta. En un precioso descuido, la mano lánguida del muchacho peregrina en un ángulo perfecto hasta rozar el dorso de la de la joven. Ella aparta el brazo con terror y envuelve a Romeo en una mirada hostil. Le fallan las piernas. El miedo le sube hasta la cabeza y se queda blanca como la leche. Su mente no puede soportar la gravedad de la piel desnuda y se desploma allí mismo.
Romeo chasquea la lengua con fastidio. Lentamente, se retira uno de los auriculares y comprueba que nadie se ha dado cuenta. Tan solo se oyen el traqueteo de la maquinaria y los ronquidos de un borracho sentado un poco más adelante. Se encoge de hombros y vuelve a su música: “Yo paso”. Cuando el metro vuelve a detenerse, Romeo aprovecha y huye.
Las islas cabezonas continúan su viaje ajenas a todo. No se dan cuenta de que, a sus pies, Julieta sigue tendida en el suelo, inconsciente. Se ha abierto la frente del golpe y delira y gimotea, manchando de sangre los mocasines relucientes de un hombre de negocios.