Cualquiera diría
Cualquiera diría que le gusta viajar en metro en hora punta. Podría hacerlo en cualquier otro momento. De hecho, no le hace falta desplazarse en transporte público. Ni salir de casa, en realidad.
Cualquiera diría que disfruta entrando en el vagón abarrotado para estrujarse entre sus compañeros de viaje con un "perdón", un "gracias" y una expresión alegre. Siempre sonríe. Una sonrisa preciosa, de esas que iluminan a quien le devuelve la mirada o el gesto.
Cualquiera diría que es un desastre porque no tiene horario fijo y, sin embargo, siempre va corriendo de un lado para otro. Busca un lugar entre la gente, midiendo el espacio justo para no molestar. Lleva siempre una mochila que huele a limón, porque un día se le desparramó por dentro un paquete de caramelos. Dentro hay un paraguas automático, por si llueve; una sudadera, por si refresca; una botella de agua de acero inoxidable, un libro, un cargador, un tupper —unas veces vacío, otras no—, unos auriculares rotos, una agenda, una bufanda, una gorra, un libro de autoayuda, un paquete de pañuelos desechables, un lápiz sin punta, un bolígrafo de seis colores y un montón de papeles arrugados, de esos que se guardan por si acaso y nunca se archivan ni se reciclan...
Lleva la mochila tan cargada que parece que va a estallar. Siempre en la espalda, con las dos asas para equilibrar el peso, salvo cuando entra en el metro. Entonces la deja en el suelo, entre los pies; no quiere molestar. A menudo sujeta entre las manos un vaso humeante, de esos grandes de cartón reciclable, y lo pasea por el vagón dejando en el aire un aroma a café recién molido con toques de vainilla. Cualquiera diría que lo hace para despertar a más de uno y robar alguna sonrisa.
Cualquiera diría que se emociona cuando escucha alguna canción con sus auriculares —los que aún funcionan—. Parece que va a llorar, pero si cruzas su mirada, su expresión te embriaga. Cuando consigue un asiento, busca entre la gente a quien pueda necesitarlo y se lo cede sin contemplaciones, con orgullo. Intercambia unas palabras: del tiempo, de cualquier cosa amable... y, cuando le dan las gracias, su voz tiembla. Se le ilumina la cara.
Cualquiera diría que se pierde en su propio mundo, pero de repente, al anunciar su estación, se abre paso entre la multitud como si quisiera escapar, aunque solo sea por un momento, para buscar un poco de libertad.
Me acerco, me disculpo:
—Tienes la mochila abierta —le digo al pasar.
Me da las gracias, me mira, sonríe. Puedo sentir la emoción en sus ojos. Creo que quiere decirme algo más, pero no se atreve. Cierra la mochila y desde la distancia, me da las gracias otra vez. Se detiene un momento en un banco del andén, tal vez con la excusa de asegurarse de que lo tiene todo. Cuando cree que nadie mira, espera a otro tren y, antes de subir, deja la mochila abierta de nuevo.
Cualquiera diría que es una excusa para poder hablar con alguien.