Doscientos doce

Neikid Lunch

Al salir de trabajar, noto cómo el peso de la rutina cae sobre mis hombros y el retumbante ruido de las obras taladra mis tímpanos. Con paso ligero, me dirijo a la boca del metro de la línea 4. La suave llovizna del otoño cristaliza las lágrimas que se derraman por mis mejillas. Son las 20:45 de la tarde cuando, por fin, entro en la humeante y recóndita parada Besòs-Mar. Llego un poco tarde para coger el metro, pero, como si se tratara del soneto de Virgilio guiando a Dante hacia el inframundo, el estridente ruido del cierre de puertas me da el impulso final para adentrarme en lo que será mi incubadora durante los próximos 30 minutos hasta mi casa. Es un viaje de reflexión, en el que se me invita a contemplar la vida. Verla pasar. Renunciar a la sobreestimulación tecnológica para abrazar la sobreestimulación de la frenética actividad metropolitana. Hay demasiado ruido. Miro al frente, hacia el cristal traslúcido de las puertas de apertura y cierre de la Barca de Caronte. Me proyecto hacia una realidad abstracta, inocua y opaca. Dejo que los pensamientos se materialicen y adquieran un estado físico, pero inerte. Me envuelven como brumas serpenteantes y ahogan mi cuerpo en el agujero negro de la irrelevancia. No quiero que nadie me mire ni me sienta. Me pongo música y la primera canción que suena es Vida, de Lluís Llach. "...Però a mi un somni mai no em cansa...". Me quedan dos paradas. Miro hacia el ventanal del metro, donde puedo ver mi reflejo desprovisto de la bruma y la espesa agua del río Aqueronte. Queda menos para llegar al Hades. El oscuro negro azabache de la incertidumbre vital me engulle. Miro la hora; son las 21:12. En la última parada, se sube una mujer de avanzada edad. Se sienta enfrente de mí y nos miramos. De pronto, siento en ella la profunda sabiduría del pesar de los años. Al cabo de un instante, el tiempo se dilata y me abofetea como un enorme géiser de agua hirviendo. La relatividad temporal es la pistola, y la fugacidad del tiempo es la bala que me atraviesa, resquebrajando mis tejidos. Sin saber por qué, me encuentro en la playa de vacaciones con mi familia y, a lo lejos, puedo ver a mi madre de espaldas, mirando el engullente mar Mediterráneo. El olor a arena mojada y sal suaviza mi desazón interna. Seguidamente, mi cuerpo se traslada a la habitación de mi abuela, acompañándola en su último suspiro vital, dejando que su cuerpo se someta a la deriva del frío y sinsentido mundo, y su alma, rumbo al camino de los sueños. En ese momento, me vino a la cabeza una frase de Bécquer que dice así: "Si morir es dormir, quiero dormir en paz en la noche de la muerte". Aquella mujer me regala una sonrisa, estremeciendo mi alma y rescatándome de la abstracción melancólica. En ese momento, supe que la vida merecía la pena vivirla. "Si la mort ve a buscar-me, té permís per entrar a casa. Però que sàpiga des d'ara que mai no podré estimar-la".


 


Las puertas del metro se abren. La cegante luz blanca de la parada me tiende su mano invisible y, como el susurro de un sinsajo, me dice: ven y vive.


 

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