Adiós, adiós, Señor Vagón

ARJONTES

Aún recuerdo aquella tarde primaveral de 1992 en aquel vagón de metro de Barcelona. El metro, al igual que la ciudad que lo engullía, estaba en plena ebullición por las Olimpiadas. El metro había recuperado su alegría, a diferencia de mi persona. Siempre estaba lleno y con el sueño esperanzador del gran futuro que se le abría a la Ciudad Condal, la cual cambiaba cada día, con el permiso ilustrado, progresaba. No era mi caso. Hacía tiempo que había perdido esa ilusión, esa chispa de sentir que estás vivo. Pero aquel día fue diferente, algo (natural, divino o azaroso) me hizo ver la luz (y no la del final del túnel). En aquel trayecto de la línea roja, que se había iniciado en El Clot con dirección a Bellvitge, pude recuperar la magia vital. Recuerdo aquel paso por la estación de Urgell. El vagón se detuvo. Mis ojos vidriosos se dirigieron hacia aquel banco. Un niño, de unos 4 o 5 años, con un globo verde en la mano que parecía contener la publicidad de alguna inauguración comercial. A su lado, su joven madre, que le agarraba la mano con cariño y cuya mirada, llena de felicidad, se perdía en la oscuridad del andén. Clavé mi mirada en aquella experiencia estética, bella, pura, exenta de maldad y abierta al optimismo del futuro de la humanidad. Si hubiera sido pintor, de la talla de David o de Goya, hubiera retratado aquel momento para expresar esa expresión de vida. El niño me miró, sonrió y movió la mano de su madre para avisarle que ya tenían, como mínimo, un espectador de su valiosa obra de arte. Ella no se inmutó, seguía disfrutando de esa felicidad que los expertos dicen que es momentánea y que, cuando se tiene, no hay que intentar retenerla, solo saborearla. La sonrisa del niño fue correspondida, no podía fallarle. Incluso me animé a gesticular, con mi mano derecha, un saludo amigable de recompensa al espectáculo vital que estaba observando en primera persona. Me giré, intenté encontrar a otros espectadores a mi alrededor, pero no había ninguno más. Un señor con un sombrero gris leía el diario; unas chicas estudiantes, probablemente del último curso de EGB, conversaban preocupadas acerca de un examen de matemáticas; unos obreros de la construcción criticaban a uno de sus jefes de forma ardiente; una señora jubilada hacía ganchillo y decenas y decenas de personas anónimas más que vivían cualquier otra cosa, dentro de aquel vagón, menos aquella obra de arte enfocada a lo más preciado "El amor maternal". Sin dudarlo, volví a dirigir mi mirada hacia la Octava Maravilla del Mundo. La madre parecía buscar algo en una bolsa de tela lila, intuí que era algo de comer para su hijo. Él continuaba sonriendo, ya que era un niño feliz, como tendría que ser siempre. Podría haber continuado horas y horas, días y días, años y años, apreciando aquel cuadro vivo. Pero sabemos que todo acaba, lo bueno y lo malo, quizás ese dualismo es lo que hace a la vida tan valiosa. Mi mano, apenada, despidió con más efusividad a aquel regalo de la naturaleza. Su madre seguía, con aquella paz divina, buscando algo amoroso en su bolsa lila. El niño no lloraba, solo sonreía, mientras agitaba su globo publicitario verde una y otra vez. Mi sonrisa se amplió, dado que pude leer, dentro de aquel silencio celestial "Adiós, adiós, Señor Vagón". La vida volvió a ser lo que nunca tendría que haber dejado de ser "Una oportunidad única e irrepetible para apreciar la grandeza del cosmos".

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