Siguiente parada
El andén estaba abarrotado. Se aglomeraban más viajeros de lo habitual debido al retraso del metro. Y entre todos aquellos rostros anónimos destacaba uno hinchado, grasiento, de mejillas fláccidas, tez naranja a lo Donald Tramp. ¿O rojiza? La escasa iluminación no ayudaba. Le sobresalían dos cuernecitos blancos ridículos entre el poco pelo de la cabeza y tenía los ojos saltones fijos en una destartalada máquina expendedora de golosinas que estaba a punto de desprenderse de la pared. Por debajo de la gabardina le asomaba una cola retráctil roja acabada en punta de flecha, meciéndose con parsimonia mientras decidía si ositos o coca-colas de gominola.
El andén retumbó ante la llegada inminente del metro. La gente, con poco disimulo, empezó a pugnar por colocarse en primera línea. Las puertas de los vagones se abrieron y antes de que los de dentro pudieran salir, los que esperaban en el andén entraron. El diablo solo tuvo que arrear unos cuantos barrigazos para caber. Se oían gritos al fondo de los pasajeros atrapados en aquella improvisada lata de sardinas en que se había convertido el vagón. El Diablo se rio a carcajadas, provocando que todos le miraran disgustados. Pero el metro no arrancó de inmediato. Tuvieron que esperar a que recogieran el alma de una anciana que fue empujada en el preciso instante en que el metro hacía su entrada en la estación. Cuando por fin se puso en marcha, los llantos aumentaron, los gemidos se agudizaron, el hedor a orines se incrementó... Y en cada nueva estación, cuando se abrían las puertas, los pasajeros que esperaban en el andén, entraban sin permitir que los de dentro salieran. El vagón era un mar de rostros contraídos en muecas de dolor, de asco o por el rigor mortis. Menos uno, el del Diablo, con los ojos entornados, impávido, ajeno al drama de su alrededor. Su cara abotargada, sus ojos vidriosos, rojizos, reflejaban el placer que le producía semejante situación. Era el único momento en que podía sentir ese “calor humano” del que tanto carecía. ¡Qué sensación tan agradable notar la calidez de esos cuerpos contra el suyo, sentirse achuchado, como ese abrazo materno que nunca recibió en su infancia! Satisfecho friccionaba su barriga voluminosa contra los glúteos de una pasajera que, inmovilizada por la compacta masa de usuarios, nada podía hacer para impedirlo, excepto observarle de soslayo, confiando que esa tortura terminara pronto. Lo peor no eran sus fricciones lascivas, sino el penetrante hedor a azufre que desprendía su cuerpo más propio de Buda que del diablo.
Se ahogaba, se moría…
Alguien lo sacudía…
—Joven, despierta… ¡Eeeh!
Consiguió abrir los ojos y, en lugar del rostro asqueroso del Diablo, se encontró con el rostro bondadoso de una anciana de pelo blanco y dulce sonrisa.
—Te has dormido, hijo —le dijo—. Esta es la última parada del metro.
El chico miró a su alrededor aturdido, su corazón aún palpitaba con fuerza. Se levantó. La estación estaba vacía, iluminada, limpia, y suspiró aliviado. Entonces se acordó de la mítica frase de Martin Luther King "I have a dream" (Tengo un sueño), y sonrió divertido, sin acordarse de la anciana que le seguía a cierta distancia, subiendo como él por las escaleras mecánicas. Por eso no pudo ver su expresión, su sonrisa maliciosa y sus dos ojos rojos fulgurando en la oscuridad de la calle.