De Casa a Mundet

TABANA

Le quitó la A y decidió ir a la UB. Tal vez fue por el prestigio o quizás solo porque se equivocó. Su facultad estaba en Barcelona, pero la conexión, el viaje y por ello, la optimización del tiempo se vería un tanto afectada debido a su idea original. 


Vivía “sola”, en un piso de l’Eixample de noventa metros cuadrados mal distribuidos por un largo pasillo que unía la zona de día con la zona de noche. Digo “sola”, aunque también estaban sus padres y su hermano menor habitando ese “hogar”. Digo “hogar” porque a diferencia de la vida que solían tener antes, aquí todos se volverían fríos, incluso ella. Llegaron un año antes de empezar las clases en la Ciudad Condal, volaron en un Airbus A380. Al día siguiente de aterrizar, donde ya no quedarían ni rosas, ni libros en el día más bonito del año, su hermano iría a los Salesianos y no entendería una sola palabra en las próximas ocho horas que le parecerían eternas, su madre trabajaría largas horas en la recepción de una residencia de gente mayor, donde hablaría más con ancianos y con los familiares de estos que con su familia, por otro lado, su padre, siendo el mayor de la clase, empezaría un master de administración y finanzas, uno de esos miles que se publicitaban por doquier, entretenido con almas y mentes jóvenes, tampoco estaría en casa. Ella, con diecisiete años, algunos euros y una tarjeta de metro con diez viajes, haría turismo. Como joven que no tuvo tiempo para ser una rebelde adolescente y dar problemas, ni siquiera para llamar la atención de quien no la tendría, decidió perderse por la bella, gótica, cálida, a veces fría, pero casi siempre soleada y cosmopolita Barcelona.


Pasaron los meses, sacó una tarjeta de cartón blanca y verde del bolso. Nunca llegó a usarla, caminó y caminó, se quedó embelesada y se olvidó de donde miraba, e incluso de mirarse en los espejos, menos en los escaparates. Hasta que con unos kilos menos y algunas ojeras de más siguió caminando.


Llegó el día en el que empezaría a ir a la Universidad y no era viable ir a pie porque significarían casi dos horas de trayecto solo de ida. La opción más lógica era recorrer la línea verde desde Tarragona a Mundet, y esos ciento veinte minutos se transformarían en treinta y cinco, sumados a su completo ritual matutino, encajaba mejor pero no a la perfección. Con casi nada de comida, aunque el café le proporcionase algo de energía, en Fontana entraba en un profundo sueño y alguna buena persona la despertaba al ver su carpeta con el logo que pintaba una U i una B gigantescas. Revisó el trayecto y decidió hacer conexión entra la línea azul y la verde, pero empezaron las obras del eterno intercambiador y la obligaban a subir, bajar escaleras e incluso caminar a la intemperie por Roselló, al pasar por aquella panadería de congelados gourmet solo deseaba comerse un croissant. Ella seguía sin tener azúcar en el cerebro, seguía sin probar alimento. Recortó más el camino en Metro. Iba caminando hasta Diagonal, ya no se dormía sobre las vías ni entraba en fase REM. Subía las escaleras y seguía subiendo las siguientes sin coger el bus que la dejaría en la puerta de aquel edificio naranja para luego perderse entre clases, libros, profesores, centenares de chicas y cuatro chicos que solo querían ser psicólogos para poder amortizar la terapia que a leguas se veía que necesitarían. Ella era una más. Aún hoy, quince años después, evita coger el Metro, le recuerda que huía, pero no era de la comida, eso, solo era un síntoma.

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