Cinco letras tiene final.
¿Cuántas letras necesitas para poner fin a una historia? Típicamente, el final empieza con dieciséis: tenemos que hablar. El más cliché tiene trece: no eres tú, soy yo. Para mí, cinco: se fue. Pero es mentira. Queda el cuadro de su madre en el pasillo. El vaso que compró, que no va con el resto de la vajilla. Trastos sueltos aquí, detalles olvidados allá.
Las 11 del cuatro de febrero. Voy tarde. Es mi subconsciente diciendo que no vaya, que todavía se hacen duros los silencios donde evitan hablar del tema. 11:17 cuando cierro la puerta. Lo hago en modo automático, ni me fijo en las llaves hasta que no estoy sentada en el andén.
Son algo curioso, los llaveros. Una parte de nuestra personalidad que nadie ve. Pero hay una razón por la que los escogemos. El mío es una postal de Portugal, de un viaje con mi familia. El que tengo en la mano, una parada de metro.
Una parada de metro que prácticamente solo se puede leer por tacto, el metal reemplazando el color. Que siento que me quema, pero no puedo soltar. Oigo entrar el tren, a la gente subirse, pero las figuras que entran al vagón son borrosas, noto mis mejillas húmedas y me doy cuenta que son las lágrimas las que no me dejan ver. Marchan, pero yo me quedo, viendo el mismo nombre en la pared de enfrente que se está marcando en mi pulgar. Respira, respira, qué hay a tu alrededor, enfoca.
Hay un anuncio en la pared. Chocolates Amatller. Está pintado sobre las baldosas blancas, ¿desde cuando pintan así sobre las baldosas? Solo hay una mujer en el andén, cosa muy rara en esta parada. Me doy cuenta de que yo también estoy sola. La mujer de enfrente se está quedando dormida apoyada en el anuncio pero parece que siente mi mirada, ya que abre los ojos y me la devuelve.
-¿Estás bien?
No contesto, no puedo. Estoy mirando su vestido, que parece sacado de otra época, pero, de alguna extraña manera, encaja perfectamente con los anuncios a su espalda. Tiene los zapatos en la mano y se empieza a frotar los pies a través de las medias.
- Buf, me están matando. De verdad, ¿estás bien?
No contesto, no puedo. Estoy mirando su cara, una cara que me sé de memoria. Que ahora mismo está plasmada en alguien que nunca he conocido. Y no sé por qué la veo ahora, en una mujer que parece venir de la casa de Gatsby. Parece brillar y no puedo apartar mis ojos de los suyos.
Suena una voz como si viniese a través del túnel pero que sale del cuerpo de un muchacho que entra corriendo:
-¡Antonia! El belga ha dicho que sí. ¡Te vamos a dar 25 pesetas cada uno!
De repente en la cara de la muchacha, Antonia, irrumpe una sonrisa que me conozco mejor que la mía propia. Y ya no me mira. Hay algo en ellos, hay algo en esa alegría tan alejada de la mía que me está llamando. Es algo tan externo a mí y como me encuentro que no puedo evitar verme absorbida. Una energía en ellos que ha existido en tantas personas a lo largo del tiempo, una energía que ha existido en mí, alguna vez. La quiero de vuelta.
Entra un metro a su andén y ya no les veo.
Cuando se va este por el arco cubierto de losas de colores (¿Siempre ha tenido losas de colores?), entra el mío.
Ahora sí me subo. Veo la gente a mi alrededor. Clara, definida. Sin interactuar con nada ni nadie. Quiero gritarles. Hay un bebé en un carrito que me mira y se ríe. Es la misma sonrisa que acabo de ver, la misma sonrisa que me saludaba por las mañanas. Por primera vez en lo que siento que es mucho tiempo, la devuelvo. Nos movemos. Ya no hay losas de colores. Pero ahora sí, se fue.