Entre estaciones

Sísifo

3 de marzo


Elia apoyó la cabeza contra la ventana del metro, viendo cómo su reflejo temblaba con el traqueteo del tren. Era tarde. El vagón iba casi vacío, un par de personas dispersas, absortas en sus móviles o con la mirada perdida en la nada.


Pensaba en la cena al llegar. Había dejado caldo descongelando. Una sopa caliente mientras veía el último capítulo de Severance, de oficina a oficina.


Fue en ese instante, entre Vallcarca y Penitents, en ese tramo donde la oscuridad parecía más densa que en ningún otro lugar, cuando Elia escuchó su nombre por primera vez.


Un susurro casi imperceptible. Si lo había oído, fue porque coincidió con un silencio entre mirrorball y The Archer, mientras pensaba en la sopa. Pero fue lo suficientemente claro para captar la atención de la chica.


4 al 9 de marzo


Los siguientes días, al pasar por aquel punto, a la misma hora, paraba la música, pero nadie la llamó. Ni siquiera el fin de semana, al volver incluso más tarde y con el metro más vacío, después de una cena con amigas.


10 de marzo


Elia entró al vagón mientras sonaba el pitido de las puertas. Corrió como nunca para llegar a tiempo. Se agarró a la barra mientras buscaba los auriculares en el bolsillo, que se puso sin música, esperando volver a escuchar su nombre.


El metro avanzaba con su traqueteo habitual, y ella, distraída, miraba el mapa de la línea, que se sabía de memoria. Fue mientras la luz de Penitents parpadeaba, en el mismo punto que la primera vez, que volvió a escuchar su nombre.


11 al 16 de marzo


Otra semana más. Probó a diferentes horas, por si la voz no tenía reloj y a veces iba distraída, pero no la llamó. Silencio. Solo ocurría los lunes.


17 de marzo


Elia pidió el día libre para ir a investigar aquel lugar. Fue a Vallcarca y esperó horas a que la estación quedara vacía. Burló todas las medidas de seguridad de la estación para colarse en la vía. Con los auriculares puestos, justo entre las dos estaciones, volvió a escuchar su nombre. Se quedó helada. Frente a ella, había una puerta de hierro negra que abrió sin mucho esfuerzo.


Descubrió una estación de metro antigua. Sin polvo y de mármol brillante. En el centro, un revisor con uniforme antiguo la esperaba. «Te ha costado encontrarme, Elia.», la misma voz que la llamaba se le clavó en la sien. Le entregó un billete con su nombre y la invitó a subir al vagón.


Elia se apoyó en la barra, leyendo los inquietantes anuncios que decoraban el vagón: «¿Sabes quién eres?», «Estás atrapada»… No se sentía cómoda en aquel lugar y la angustia le trepaba por la garganta. Miró a la puerta buscando una escapatoria, pero solo vio el reflejo de una mujer que la miraba confundida. No se reconoció.


Las puertas se abrieron, y allí la esperaba el revisor, para darle la bienvenida a su nuevo turno y encargarle entregar el billete a un tal Damián. Elia intentó hablar, protestar, pero su voz no salió.


Ella se quedó allí, vestida de revisora, esperando, como si siempre hubiera estado en ese lugar, mientras Lucio salía por donde ella había entrado, sonriendo. Lo había logrado.


Salió a la ciudad, cegado por la luz del día tras años atrapado entre estaciones. Entre la gente, vio a Gabriel, su amor de juventud. Estaba tal y como lo recordaba, joven y feliz, sin ningún rastro de la enfermedad que se lo arrebató.


Demasiado joven. Tan joven como la última vez que lo vio, quince años atrás. Lucio entregó su tiempo a cambio de más tiempo con él, pero aquel era un regalo envenenado. Sus vidas nunca más encajarían.

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