Salir del sistema

Otto

Al final de toda carrera en la que llevaba mi mundo por bandera, paraba siempre en aquel tren que no paraba. Las miradas eran serias y pensaba que tenían sueños, historias y en el mejor de los casos, gente a la que amar. No eran extraños decorados de mis horas sino yo decorado de las suyas. Cuando faltaba el calor de mis mañanas, acudía al metro, dejaba la mochila en el suelo y, cansada del camino los miraba como si solo ellos existieran sobre la tierra.


Me metía cada día en él con actitud fantasiosa contemplando sus risas, analizando la mirada de los enamorados y compartiendo oxígeno unos minutos al día. Algunos lloraban, a esos siempre había que cederles el sitio. Esa extraña aproximación a la humanidad me inquietaba, sobre todo cuando en casa hablaban de “salir del sistema”. Compartía piso con dos revolucionarias que ideaban formas de romper con todo. La violencia de sus palabras me atormentaba, me alejaba de su rabia justificada y subía a mi habitación. Pasaba las noches soñando con ese mundo que ellas también anhelaban.


Bajé al metro como cualquier lunes. De cara, un cartel publicitario animaba a la conciencia social. Vi llegar el metro y agradecí que no estuviera abarrotado. Pasó el asombro cuando contemplé que estaba completamente vacío. Salí de él buscando respuestas, pero no había nadie. Sonó el pitido de cierre y salté dentro por impulso. Recorrí los vagones en busca de un alma y, entonces la bolsa de comida cayó al suelo con un golpe sordo. La botella de sopa se rompió en pedazos. En el último vagón unas letras azules decían: “Hemos conseguido salir del sistema”.


Me quedé helada y no supe si pasaron minutos u horas cuando el sonido de la siguiente parada irrumpió. Las puertas se abrieron y entró gente como notas de música que llenaron el silencio. Recogí la bolsa empapada abrazándola como única testigo.


El resto del día transcurrió normal pero no podía concentrarme. Miraba por la ventana, navegaba en la red buscando psiquiatras asequibles. Todo apuntaba a que estaba estresada o deprimida pero sabía que no. Esa intuición, la misma que tiene mamá cuando sabe que estoy mal aunque no lo aparente insistía en que lo que había visto era real.


Al llegar al piso, mis compañeras sonreían con una paz desconocida. Me fui a dormir decidiendo volver al metro al día siguiente. En el andén, todo se repitió, también el mensaje: “Hemos conseguido salir del sistema”. Esta vez corrí por las escaleras mecánicas.


Esperé fuera de la estación, observando. Las horas pasaron y nadie entró ni salió. Recordé mi llegada a Barcelona: “Por ahora me parece un mundo extraño, con trocitos de luz en alguna esquina” escribí.


Esa noche no dormí. Decidí que al día siguiente viajaría hasta la última parada. Entré en el metro de Encants, ignorando el andén vacío, me senté y levanté nerviosa. Llegué a Paral·lel y salí temblando. La bolsa de comida cayó otra vez. Ahí estaba el cartel, misma tipografía, mismo mensaje.


Frente a mí un campo inmenso. Plantas de todo tipo convivían. Vi gente, mucha gente. Mis compañeras de piso se acercaron sonriendo. Al lado de ellas, Laura, con su bufanda de colores. Jaume, con su mirada cálida. Uno tras otro, me abrazaron y me dieron la bienvenida.


Dejé mi bolsa en el suelo y volví a subir al metro, con una sonrisa y una paz nuevas. Laura leía su libro de aventuras, me miró y le sonreí. A su lado, Jaume me observó serio. Le sonreí, y me sonrió de vuelta. Comprendí que, al mirarle, al mirarles había conseguido salir del sistema.

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