La contención
Mucha calor. El aire acondicionado del vagón hacía lo que podía, pero el sofoco era tal que apenas se notaba.
Yo, de pie, con mi espalda apoyada junto a las puertas, iba buscando rostros con los que entretenerme hasta llegar a mi estación.
De repente, un bufido reiterado llamó mi atención. La de todos, mejor dicho. Los viajeros se retiraron rápidamente de una persona que, a la par que emitía aquel "¡Buuufff!" repetidamente, brincaba sobre el suelo imitando a un caballo. Aquello me pareció muy interesante, y lejos de apartarme, permanecí en mi lugar tranquilo, observando. Aquel joven repetía su actuación, se calmaba, chillaba, soplaba, volvía a saltar... El numerito pudo durar algo más de dos minutos. Acto seguido, se hizo la calma.
Los presentes habían abierto con su retirada un pasillo humano. Nuestro protagonista lo cruzó hasta el otro extremo, justo donde yo me encontraba.
Volvió a repetirse alguna que otra cabriola y alguna expresión malsonante, pero no llegaron a ser tan espectaculares como lo anterior.
Aquella persona, en algunos momentos, parecía perder el control de sí mismo y desbordarse en saltos, gestos y exclamaciones. Mi deformación profesional concluyó que podría tratarse de un joven con síndrome de Tourette.
Se abrieron las puertas y entraron tres chicas jóvenes vestidas con camisetas para combatir el calor, y se colocaron de tal manera, que una le daba su espalda casi desnuda a nuestro amigo. Estaban a menos de un metro de mí, todos de pie: las jóvenes a mi izquierda, y el chaval, en la derecha, cuando unos gestos del chico me alarmaron. Hacía ademán de tocar con sus manos la espalda de la chica, acercándolas, abiertas, y las retiraba como si se asustase. "¡Madre mía!", me dije. Temía que el muchacho no fuese capaz de contenerse y llegase a tocar aquella espalda, porque ya nos había dado a los pasajeros muestras de poder perder su autocontrol. Visualicé posibles secuencias. Y me asustaron algunas de las reacciones de los testigos a la hora de contenerlo. Podían pegarle. O denunciarle por agresión, con el consecuente calvario y el denigrante itinerario que todo ello le supondría, a una más que posible víctima de una enfermedad cuyo síntoma principal es, precisamente, la incapacidad para regular o detener ciertos comportamientos.
Aproximó las palmas de las manos y las retiró hasta tres veces, y pensé que tenía que hacer algo. Permanecí de pie, giré la cabeza a la izquierda para divisar el final del vagón, y cuando, de reojo, vi que dirigía de nuevo sus manos a la joven, dije: "Yo no lo haría". No grité. Lo dije tranquilo, con voz moderada. Y él se apartó inmediatamente y giró su cuerpo hacia mí para prestarme atención. "¿Qué ha dicho, perdón?", me preguntó. "¿Yo? Uy, pues no sé bien. Estoy pensando en problemas y seguro que alguna palabra o exclamación me sale sin control. Es todo tan complicado...", le respondí. "Pero, ¿me lo decía a mí?", insistió. "Decir yo, ¿el qué? No recuerdo ni qué he dicho, pero seguro que se trata de algo relacionado con mi trabajo" .
( En esto, yo no mentía).
"Claro, claro. Cada uno pues va pensando en sus cosas... claro", expresó pareciendo más tranquilo.
Colocado a mi derecha, ante la puerta, nos miramos sonriendo. Antes de salir del vagón me miró y, agachando levemente la cabeza, me dijo "gracias". Me quedé helado. No pude articular palabra. Le vi continuando su camino hacia las escaleras, intentando comprender la ingente cantidad de dificultades y problemas que podemos sufrir las personas.