El hombre que mira
El vagón del metro serpentea bajo Barcelona, con su traqueteo monótono y su luz blanquecina que baña rostros ausentes. Es la línea 5, en dirección a Vall d’Hebrón. Un murmullo apagado se entrelaza con el silbido metálico del tren y el eco lejano de un acordeón en los túneles. La mayoría de los pasajeros están absortos: algunos despliegan móviles como escudos, otros miran al vacío con la mente atrapada en cuentas por pagar, reuniones pendientes, discusiones recientes. Pero entre ellos, en un rincón discreto, hay un hombre que simplemente mira.
Su nombre es irrelevante, su edad ambigua. Podría ser un poeta sin pluma, un viajero sin mochila ni destino. Su mirada se desliza por la escena como un pintor sin lienzo, capturando detalles que para los demás son invisibles. Observa cómo una gota de agua resbala del paraguas de una mujer y se aplasta contra el suelo como una lágrima vencida. Se fija en la forma en que un anciano acaricia, distraído, el bastón que reposa entre sus piernas, con la ternura con la que se acaricia a un viejo amigo.
Mira los dedos de una chica que repiquetean sobre el asa de una maleta, un ritmo inconsciente que se sincroniza con una canción que acababa de sonar. Repara en un hombre que, pese a tener un libro en su regazo, no ha pasado la página en todo el trayecto; sus ojos están sobre las letras, pero su mente está en otra parte.
El metro se detiene en Badal. Un joven entra corriendo en el vagón en el último segundo y se queda de pie, respirando agitado. El hombre que mira nota cómo su pecho sube y baja, cómo sus manos buscan instintivamente los bolsillos de su chaqueta, como si el tacto familiar de su cartera o unas llaves le devolviera al presente.
Un niño sentado junto a su madre juega con el reflejo de la luz en la ventanilla, moviendo la mano para atraparlo, fascinado por la magia de lo efímero. Su madre, sin apartar la vista del móvil, le dice: «Ya está bien».
El observador sigue mirando. Sigue viendo lo que nadie más ve. Los salpicones de pintura en un pantalón que no son justamente decorativos. El sutil arqueo de las cejas de una mujer cuando escucha la conversación de dos desconocidos. La danza inadvertida de los cuerpos al balancearse con el traqueteo del tren, una coreografía involuntaria de espaldas y hombros.
Cuando el metro llega a su destino, el hombre que mira se levanta. No se lleva fotos, no toma notas. Su equipaje es liviano: un puñado de instantes, retazos de humanidad bañados en luz de fluorescente, suspendidos en la brisa subterránea. Sale a la calle con los bolsillos llenos de lo que nadie más recoge: la maravilla de lo cotidiano.