El viaje invisible
Como cada mañana, Laura baja las escaleras de Selva de Mar, valida el billete y se coloca los cascos; la música amortigua el murmullo del andén. La espera es breve: el tren llega y se acomoda junto a la ventana. Otro día más, piensa.
El convoy se adentra en el túnel y algo en el aire cambia; un destello pálido, como una neblina que apenas se percibe, envuelve el vagón. Laura siente un leve escalofrío, piensa que es imaginación suya y cierra los ojos un instante. Al abrirlos, el tren ya está frenando en Poblenou.
La estación parece igual, pero algo ha cambiado desde ayer. Entonces la ve: junto a la pared, una joven espera el metro. Un rostro familiar. La reconoce, aunque es imposible. Es Anna, su mejor amiga de la universidad, con la misma carpeta y la chaqueta que llevaba hace 25 años. Laura parpadea, tratando de despejar la visión. Cuando vuelve a mirar, la chica ya no está. Su propio reflejo en el cristal le devuelve su imagen atónita.
El tren sigue su curso. En Llacuna, Bogatell y Vila Olímpica, la sensación de extrañeza se intensifica. En el andén, hombres con sombrero y abrigos de lana conversan junto a mujeres con faldas largas y maletines antiguos. En Barceloneta, un niño con pantalones cortos de tirantes agita la mano a su madre mientras un cartero de uniforme oscuro pasa junto a ellos. Todo parece un eco de otro tiempo, pero los pasajeros dentro del vagón siguen inmersos en sus pantallas digitales, ajenos a su distorsión.
En Jaume I, el corazón de Laura se detiene por un instante: al otro lado del cristal, junto a la salida que da a Via Laietana, ve a su padre. El mismo bigote, la misma mirada serena. Y junto a él, su madre, con su divertida sonrisa y el colgante que tanto le gustaba. Sonríen. Sin dudarlo, Laura se levanta y cruza el vagón. La puerta se abre, y ellos entran. No hay sorpresa en su rostro, como si siempre hubieran estado allí. Su madre le da un beso; su padre le toma la mano. “Todo está bien”, susurran a la vez.
Laura siente un calor inmenso, una paz que no había sentido en años. Las lágrimas brotan sin que pueda evitarlo; intenta hablar, pero las palabras se ahogan en su garganta. La sensación de pérdida, de anhelo, se diluye en aquel instante efímero.
Cuando el tren reanuda su marcha, sus padres se desvanecen con la brisa del túnel. Laura se sienta, desorientada. Nostalgia, felicidad, confusión. Todo se mezcla en su pecho.
A medida que avanza por Urquinaona, Passeig de Gràcia y Girona, las sombras del pasado se mezclan con el presente. Los pasajeros lucen vestimentas de distintas épocas, fundiéndose en un mosaico imposible. Andrea no sabe si está soñando o si el tiempo ha decidido jugar con ella.
El tren se detiene en Verdaguer. Es su parada. Laura se levanta, duda por un segundo y -finalmente- cruza la puerta. Con el primer paso sobre el andén, el hechizo se rompe. El murmullo del metro vuelve a ser el de siempre. La luz fría, la rutina intacta. Suspira, seca sus lágrimas y camina hacia la salida.
Al cruzar el torno, se detiene un instante y mira el letrero en la pared: “TMB, 100 años de nuestra vida. Acompañándonos en cada viaje”.
Sonríe y sigue adelante; como cada mañana, su trabajo la espera.