Dejar ir
Hacía un par de semanas que había vuelto de Japón, aunque mi corazón se había quedado allí. Había sido un viaje apasionante a la par que revelador, ya que, durante los quince días que compartí con Sergio, ambos habíamos corroborado que lo nuestro estaba roto y que no tenía solución. Contábamos ya con más de diez años de amor loco, de idas y venidas viviendo en una auténtica montaña rusa de emociones. En todo ese tiempo, siempre había algo que nos empujaba a seguir y nos hacía volver el uno al otro, a pesar de todo el dolor y de nuestras diferencias. Pero, sin saber cómo ni cuándo, aquella magia se había esfumado y ya no nos quedaban razones para continuar. Nos sobraban los motivos para decirnos adiós.
Mientras iba en el metro, a la vuelta del trabajo, pensaba en lo diferente que veía las cosas unos meses atrás. En mis cascos sonaba Adèle y no pude evitar que mis ojos se llenaran de lágrimas. ¿Cómo voy a seguir ahora sin él? No conozco el mundo más que de su mano y ahora voy a tener que aprender a hacer este camino sola y hacer ver que todo sigue igual, aunque me sienta como si me hubieran extirpado un órgano. “Es como tener que borrar de tu vida un color”, decía una canción. Cuánta razón tenía.
De mi mochila colgaba aquel perrito shiba inu con pañoleta verde que había comprado en Kyoto. A los japoneses les encanta llevar colgantes de peluche, y yo no pude resistirme. Me costó mucho escogerlo, como suele pasarme con casi todo. Tal fue mi indecisión que dio lugar a una discusión absurda. “Pareces una cría”, me dijo. Ahora, mientras acariciaba el muñeco, recordaba sus palabras cargadas de rencor y me derrumbé.
Iba tan metida en mi mundo que casi me paso de parada, y tuve que correr para bajar en Vall d’Hebron. Al llegar a casa, fui a coger mi cartera y vi que el colgante no estaba. Me volví loca buscándolo, pero no lo encontré, así que me lancé a la calle para deshacer el camino andado. Pero nada. Tenía tanta ansiedad que decidí entrar en el metro y buscarlo. Seguro que estaría ahí. Bajé hasta el andén, miré en todas las esquinas. Nada. Vi a un trabajador de TMB y le pregunté si había encontrado algo, le dije que se trataba de un recuerdo muy especial. Pero el señor me dijo que no, “seguro que lo ha cogido algún niño”. Ya derrotada, me di por vencida. Me senté en las escaleras que daban al exterior y lloré. Lloré durante mucho rato, no recuerdo cuánto. ¿Por qué me dolía tanto si solo era un muñeco?
Pero no se trataba de un simple souvenir. Aquel peluche era un recuerdo del fin, de nuestros últimos días. La mente es tan extraña que necesita conservar memorias de las últimas veces. Como si todo lo vivido no fuera suficiente, como si no pudiera escribir un libro con todos los momentos, lugares y objetos que compartimos.
Durante días mi mirada lo seguía buscando en el metro porque estaba segura de que lo había perdido ahí, por andar con prisa. Pero nunca lo recuperé, y odié a quien fuera que lo hubiera cogido. Con el tiempo lo interpreté como una señal de que tenía que dejarlo ir. Tenía que volver a empezar.
Un día, sin darme cuenta, dejé de pensar en ello y también dejé de pensar en él. Volví a coger el metro sumergida en mi mundo, con mi música de compañera de viaje como cada mañana, pero otra vez llena de ilusión y de nuevos proyectos. Algo se había muerto dentro de mí, pero algo nuevo estaba por venir. Y es que, como decía mi abuela, “No hay mal que dure cien años”. Y es verdad… Sólo las cosas imprescindibles duran cien años.