El crimen del metro
El vagón del metro de la Línia 5 avanzaba con su traqueteo habitual. Era una noche fría de marzo, pasada la medianoche y el tren estaba casi desierto. En un extremo del vagón, un hombre de mediana edad, con un abrigo gris raído y una bufanda mantenía la mirada fija en el suelo. Sus manos, hundidas en los bolsillos, temblaban ligeramente, aunque nadie lo notó. Frente a él, una joven de unos veinte años, con el cabello corto teñido de azul y unos auriculares colgando del cuello, estaba absorta en su mundo. Tamborileaba los dedos sobre su pierna siguiendo el ritmo de la canción.
El resto del vagón estaba ocupado por un puñado de pasajeros dispersos: un anciano dormitando con un periódico en las manos, una mujer de traje que tecleaba frenéticamente en su teléfono y un adolescente que miraba por la ventana el túnel negro. Nadie prestaba atención a los dos protagonistas de esta historia.
El hombre levantó la vista por primera vez. Sus ojos, inyectados en sangre, se clavaron en la joven. Ella no lo notó; estaba buscando algo en su mochila. Fue entonces cuando él sacó la mano derecha del bolsillo. El destello de la navaja brilló bajo la luz del vagón. Se puso de pie de un salto, un movimiento tan repentino que el anciano despertó sobresaltado y el periódico cayó al suelo. Antes de que la joven pudiera reaccionar, la hoja se hundió en su pecho con un sonido sordo, un golpe seco que resonó más en los huesos que en los oídos. Ella jadeó, un grito ahogado que nunca llegó a formarse, y sus manos soltaron la mochila mientras caía hacia adelante. Los auriculares se deslizaron por el suelo, dejando un rastro en el charco de sangre que comenzaba a extenderse.
El tren frenó con un chirrido agudo al llegar a la estación de Sagrada Família. Las puertas se abrieron y el aire frío de la plataforma se coló en el vagón. El asesino no huyó. Se quedó allí, de pie, con la navaja goteando en su mano, mirando el cuerpo inmóvil de la joven como si no comprendiera lo que acababa de hacer.
La sangre de la joven ya había llegado al borde del asiento, goteando al suelo en un ritmo lento y constante. En la mochila abierta, un cuaderno se asomaba, lleno de dibujos a lápiz de la Sagrada Família. Nadie lo notó en ese momento, pero ella había estado trabajando en un proyecto sobre Gaudí, una pasión que la había llevado a tomar el metro a altas horas de la noche.
La policia llegó en menos de diez minutos, alertados por los gritos que resonaban en la estación casi vacía. Encontraron al hombre sentado en un banco de la plataforma, la navaja aún en su mano, la hoja ahora seca y opaca. No opuso resistencia cuando lo esposaron; ni siquiera habló. En el vagón, la joven yacía inmóvil, su vida extinguida en un charco carmesí. Los agentes revisaron sus pertenencias: no había relación aparente entre ella y su asesino. Él era un hombre sin hogar, conocido vagamente en el barrio por vagar cerca de la estación, pero nunca había mostrado violencia antes.
Los testigos fueron interrogados, algunos murmuraron sobre locura y otros sobre un arrebato sin sentido. En los días siguientes, los periódicos hablaron de “el crimen del metro” y especularon sin llegar a conclusiones. El asesino fue internado en un psiquiátrico, donde permaneció muchos años.
El metro de Barcelona siguió su curso, los trenes volvieron a llenarse de pasajeros y la estación de Sagrada Família recuperó su rutina. Pero, por las noches, algunos juraban que el eco de un grito aún flotaba en el aire atrapado entre los túneles.