Amor en el primer viaje
El vagón de la L1 estaba abarrotado esa mañana de junio, como siempre en hora punta. Marta, con su mochila al hombro y los auriculares puestos. Llevaba el pelo suelto y tarareaba una canción de Rosalía que apenas se escuchaba bajo el ruido del metro. No solía fijarse en la gente, pero ese día algo la sacó de su burbuja.
Frente a ella, apoyado contra una barra, estaba un chico de ojos oscuros y pelo revuelto. No era especialmente alto ni destacaba entre la multitud, pero había algo en su manera de sostener un libro —Cien años de soledad— que llamó su atención. Sus dedos marcaban la página con cuidado, como si temiera romperla, y de vez en cuando levantaba la vista. Fue entonces cuando sus miradas se cruzaron por primera vez. Fue breve, casi un accidente, pero Marta sintió un cosquilleo, como si el vagón se hubiera detenido un instante.
El metro siguió su curso, parando en Catalunya con el habitual vaivén de pasajeros entrando y saliendo. Él no se movió y ella tampoco. En Diagonal, una anciana subió con dificultad, y el chico, sin dudarlo se levantó para cederle su asiento. Marta lo observó todo desde su rincón, y cuando él giró la cabeza y la pilló mirándolo, ella sonrió sin querer. Él le devolvió una mueca nerviosa.
El trayecto continuó, y con cada parada, el espacio entre ellos parecía cargarse de algo intangible. Marta no era de las que creían en flechazos, pero había una chispa en esas miradas robadas que la hacía dudar. ¿Y si decía algo? No, imposible. Cuando el metro anunció su parada, algo en ella se rebeló contra la idea de bajarse y no volver a verlo nunca.
Mientras el vagón frenaba en Universitat, sacó un boli de su mochila y garabateó unas palabras en un trozo de papel. "Si lees esto, nos vemos mañana a las 8 en esta línea". Lo dobló con prisas y al pasar junto a él rumbo a la puerta, lo dejó caer disimuladamente cerca de su pie. No miró atrás, pero mientras subía las escaleras hacia la superficie, se imaginó su cara al abrirlo. ¿Lo recogería o pensaría que era una locura?
Esa noche, Marta no durmió. Se arrepintió mil veces de haber dejado la nota —"¿Quién hace eso en 2025?". Pero a las 7:45 de la mañana siguiente, estaba de nuevo en el andén de la L1, con la misma mochila y un nudo en el estómago. El metro llegó puntual, abarrotado como siempre, y ella se coló en el tercer vagón, el mismo del día anterior. Miró a su alrededor, buscando entre las cabezas.
Entonces lo vio. Ahí estaba, en el mismo sitio, con el mismo libro en la mano. Sus ojos se encontraron, y esta vez no fue un accidente. Él levantó Cien años de soledad a modo de saludo, y Marta soltó una carcajada que hizo girar un par de cabezas. Se acercó, abriéndose paso entre la gente, hasta quedar frente a él.
—Hola —dijo ella, más nerviosa de lo que esperaba.
—Hola —respondió él, y su voz era suave, con un leve acento que no supo ubicar—. Me llamo Guille. Y... sí, leí tu nota.
Marta sintió que le ardían las mejillas, pero no apartó la mirada.
—Me alegro. Soy Marta. ¿Y qué te pareció?
Él sonrió, esta vez con más confianza.
—Que ojalá hubiera sido más valiente yo primero.
El metro frenó en Plaça de Sants, y la multitud los empujó más cerca el uno del otro. No hablaron mucho más ese día —el ruido y las prisas no lo permitían—, pero intercambiaron números antes de que ella se bajara en Urgell. Mientras subía las escaleras, le llegó al teléfono un mensaje suyo que decía "Mañana otra vez?", Marta supo que el metro de Barcelona había decidido ser su cómplice.