Amor a primer vagón

Ulpio Aelio

Barcelona, 9 de septiembre de 1930


 


Una suave brisa procedente del Mediterráneo hacía ondear las velas de los barcos amarrados en el puerto. Caminaba en dirección al Monumento a Colón. Poco a poco, iba cayendo la tarde sobre una Barcelona de cielos púrpuras y escarlatas, cuyo eco de un cálido verano parecía llegar a su fin.


 


Durante el paseo recordaba la Exposición Universal, y mis ojos se dirigían inevitablemente hacia la montaña de Montjuïc. Fue allí donde la vi por primera vez, atendiendo a los visitantes del pabellón de Francia. Su dominio del idioma de Molière me dejó extasiado, como si hubiera visto a una ninfa de tierras galas. A lo largo de varias jornadas, entablé con ella una conversación que se fue prolongando a medida que pasaban los días.


 


Aunque la vi por primera vez en junio de 1929, semanas después de inaugurarse el encuentro internacional, tras su clausura en enero de 1930 no había vuelto a saber nada de ella. Estábamos ya a principios de septiembre. Demasiados meses.


 


Tras dejar atrás el Monumento a Colón, subí por Las Ramblas hasta la estación de la Plaça de Catalunya, donde me disponía a tomar el metro hasta mi casa. Y de repente la vi, en uno de los vagones del suburbano. Corrí hacia ella antes de que se cerraran las puertas y fue entonces, sólo entonces, cuando mi vida cambió para siempre…


 


Barcelona, 9 de marzo de 2025


 


Las lluvias de los últimos días habían dejado una Barcelona gris, sumida en la humedad y la melancolía de una incipiente primavera que parecía no tener prisa por llegar. Los charcos de la Gran Via de les Corts Catalanes reflejaban mi rostro preocupado. Había quedado con ella junto a la estación de metro de Rocafort para la que, al parecer, iba a ser mi última cita.


 


Ella apareció puntual a las siete en punto de la tarde y, sin apenas mirarme, me soltó:


 


—Te dejo que me acompañes hasta Arc de Triomf. Si consigues captar mi atención durante el trayecto para escribir una nueva novela, puede que tú y yo tengamos una nueva cita.


 


Tenía por tanto cinco paradas de la línea 1 para tratar de que aquella enigmática escritora —de la que estaba profundamente enamorado— me diera alguna oportunidad.


 


Antes de llegar a Urgell, probé a impresionarla con mis conocimientos literarios sobre la Ciudad Condal:


 


—¿Sabías que Ruiz Zafón, Juan Marsé y Eduardo Mendoza son mis autores favoritos? Nadie ha retratado Barcelona como ellos.


 


Ni me miró, así que al pasar por Universitat intenté otra táctica:


 


—Apuesto lo que quieras a que no conoces la historia oculta de Gaudí.


 


Tampoco hubo suerte esta vez, así que tras dejar atrás la estación de Catalunya procuré esforzarme con otra táctica:


 


—¿Por qué no escribes una novela sobre las calles malditas del Gótico? Conozco unas cuantas…


 


Quedaban sólo dos paradas y la iba a perder para siempre. Al llegar a Urquinaona, me la jugué con un:


 


—Conozco un rincón secreto de la Ciudadela que…


 


Nada, no había manera. Cuando el vagón entró en Arc de Triomf, se me encendió la bombilla:


 


—¿Sabías que la historia de amor de mis abuelos comenzó en el metro de Barcelona? Fue justo en esta misma línea, a principios de los años 30.


 


Fue entonces cuando ella me miró de forma diferente y, desde entonces, quedamos cada tarde en un café de Gràcia, recordando el romance de mis abuelos y, quizás, iniciando nuestra propia historia.

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