Conexión
Era una mañana fría de febrero en Barcelona, pero el calor humano del metro era suficiente para calentar-te durante la espera. El andén estaba abarrotado, lleno con aquellas personas que iban a trabajar, como siempre a esa hora. Los rostros cansados, las mochilas apretadas y los teléfonos móviles eran lo usual. Nadie hablaba, nadie prestaba atención. Todos compartían ese silencio ensordecedor que, sin embargo, se convertía en una especie de lenguaje universal.
El vagón llegó con un ruido familiar, un chirrido metálico que anunciaba la llegada del metro al andén. Las puertas se abrieron, y una multitud de cuerpos comenzó a empujarse intentando ir hacia su interior. A pesar de la multitud y el característico olor de perfumes mezclados, había algo especial en ese día. La atmósfera era distinta, mas no extraña. Como si el tren se hubiera detenido en una dimensión paralela por un breve instante, dejando atrás la realidad.
Me subí al vagón, encontrando un espacio pequeño pero suficiente para quedarme de pie, apoyado contra la pared encogido lo máximo posible. Frente a mí, una mujer de unos 50 años, vestida con una bufanda roja y un abrigo gris, observaba el suelo. Su expresión era seria, pero algo en su mirada me hizo pensar que se encontraba en otro lugar, tan distante como el futuro, y tan lejano como el ayer.
El vagón comenzó su trayecto, y mientras veía las estaciones pasar rápidamente, algo curioso ocurrió. A través de la ventana empañada del vagón, empecé a ver sombras danzando. Eran movimientos sutiles, casi imperceptibles, como si los reflejos del cristal jugaran una coreografía propia que mi vista a penas vislumbraba.
La mujer de la bufanda roja levantó la vista por un segundo. Y en ese instante, nuestras miradas se cruzaron. No fue un simple vistazo, de aquellos que ocurren accidentalmente. Fue como si nos hubiésemos reconocido en algún otro lugar del tiempo, en algún otro tren, y en algún otro momento.
El metro frenó en una de las estaciones, y la mujer se levantó, cortando aquella extraña conexión. Su gesto fue casi automático, como si supiera que su parada era inminente. Justo antes de bajar, se giró hacia mí y, con una media sonrisa triste, me susurró: "Lo importante siempre está en el los rieles".
Las puertas se cerraron rápidamente, impidiéndome contestar. El vagón se llenó de nuevo con el típico bullicio de los pasajeros, pero yo seguía absorto en la frase que ella había dejado en el aire. "Lo importante siempre está entre los rieles". No comprendí al principio, pero algo me decía que ese mensaje se quedaría conmigo mucho tiempo. Algo profundo y misterioso, incapaz de ser resuelto, se había deslizado entre el ruido de la ciudad, entre la multitud, y entre las estaciones que se sucedían sin cesar. La mujer desapareció entre las sombras de los pasajeros. Y aunque mi día continuó, el eco de sus palabras resonó en mi mente durante mucho tiempo.
El metro de Barcelona, siempre tan rutinario, de pronto me revelaba algo: en un momento fugaz, una conexión inesperada entre desconocidos, una verdad oculta que solo aquellos que saben observar pueden encontrar. Aquellos que son lo suficientemente valientes, como afrontar, la realidad que los rodea. Y quizá la vida, como el metro, va de estación en estación. Dejando solo un leve momento de descanso antes de empezar un nuevo trayecto. Y es en cada parada, por breve que sea, hay algo importante que se esconde entre los rieles.