La llama

Max

El vagón del metro traqueteaba por la línea L1, abarrotado de rostros cansados y auriculares que aislaban al mundo. Carla, aferrada a la barra, miraba sin ver por la ventana el túnel oscuro que se deslizaba como un borrón. Había sido un día largo, y el vaivén del tren la adormecía.


De pronto, entre el murmullo de la multitud, una voz familiar cortó el aire. "¿Carla? ¿Eres tú?" Ella giró la cabeza, incrédula. Allí estaba Guille, con su eterna bufanda deshilachada y esa sonrisa torcida que no había cambiado en diez años. El corazón le dio un vuelco. Habían sido inseparables en la universidad, hasta que la vida los llevó por caminos distintos: ella a un despacho en el Eixample, él a sabe Dios dónde.


-"¡Guille! ¿Qué haces aquí?" exclamó, abriéndose paso entre la gente. Él se encogió de hombros, como siempre hacía cuando no quería dar explicaciones largas.


-"Volví hace poco. Trabajo cerca de Sants ahora."


El metro frenó en Urgell, y el gentío los empujó más cerca. Sus miradas se encontraron, cargadas de recuerdos: las noches de cervezas en Gràcia, los apuntes compartidos, el adiós sin palabras. Miles de momentos juntos, el primer beso, ese amor de universidad que nunca se olvida.


-"¿Tomas café?" preguntó él, señalando la salida con un gesto.


Ella sonrió, asintiendo. Mientras subían las escaleras hacia la superficie, el ruido del metro quedó atrás, pero el eco de lo que habían sido resonaba más fuerte que nunca. Les quedaba una conversación pendiente después de diez años y muchas respuestas todavía por responder. El metro había sido testigo de esa llama que se había vuelto a encender.

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