Rocafort

Sara L.

Cada vez que entraba en la estación de Rocafort, desde bien pequeña, sentía esa extraña sensación. Una sensación difícil de explicar con palabras. No era mala, pero tampoco buena. No era miedo, pero tampoco felicidad. Era una especie de escalofrío que me recorría el pecho. Y no, no tenía nada que ver con las continuas corrientes de aire de la entrada de la estación. Nunca supe exactamente qué era, e incluso llegó un momento en la que ya no me incomodaba. 


Cuando viajaba en metro con mi abuela y llegábamos a esa estación, notaba que a ella le cambiaba la cara. Nunca le hablé sobre las sensaciones que me daba estar ahí y, por supuesto, nunca le pregunté si ella sentía algo extraño también. Aunque intuía que sí. 


Hace poco, mientras iba de camino al trabajo con el metro, hojeaba las noticias en el móvil y una de ellas era sobre el centenario de la inauguración del metro de la ciudad. Me entró curiosidad sobre cómo se construyó durante aquellos años y la gente que trabajó en esas obras que debieron de ser tan duras y complicadas. Leí que mucha gente del sur del estado llegó a Barcelona bajo el reclamo de los puestos de trabajo en las obras del “Gran Metropolitano”. Gente que huía de la pobreza para encontrar una vida mejor en la ciudad. 


Casualmente, uno de los pueblos en los que más emigración de trabajadores hubo fue el del cual provenía mi familia. 


Un día, visitando a mi tío abuelo en la residencia, saqué el tema de la llegada de la familia a Barcelona. Ese día él me contó que su padre, mi bisabuelo, llegó a la ciudad para trabajar en las obras del Metro Transversal. Que lamentablemente no pudo vivir muchos años ya que una bomba de la guerra civil impactó cerca de la parada de Rocafort que servía de búnker para la gente del barrio y acabó así con su vida.


Y ahí fue cuando todo cobró sentido, cuando comprendí que las sensaciones que yo tenía al entrar en aquella estación eran abrazos del más allá.

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