EL REFLEJO DEL PASADO

HESTIA

Cada día, cuando el metro se detiene en la estación de Urgell, la veo allí sentada. A la ida, en el andén contrario. A la vuelta, frente a mí a escasos tres metros, mirándome fijamente. Durante unos segundos, esa mujer que viste el uniforme de una empresa de limpieza, hace un gesto de extrañeza al verme en el vagón. Ella cree que estoy allí sentada, en ese banco de piedra frío. 


No se ha dado cuenta de que han pasado dos años desde que no sale de  madrugada del portal de la calle Villarroel, para coger el primer convoy a las cinco y siete minutos. El mismo que cogió durante los cinco años que vivió con Manuel. La recuerdo, muerta de sueño, introduciendo la tarjeta en la ranura y equivocándose de torno. 


Mientras me mira, me pregunto en qué pensará, ahí sentada, atrapada en el tiempo, como un fantasma del pasado. Ya no lo recuerdo. Solo sé que dejaba en casa a un hombre enfermo y que con todo el dolor de su corazón cerraba la puerta abandonándolo a la soledad. Y que cada estación que la separaba de él, estiraba de su corazón que se quedaba atrapado en aquel piso. Cada día las mismas caras, en los mismos asientos, con el mismo cansancio a pesar de que todavía no había amanecido. Se preguntaba cómo sería la vida de esos compañeros de viaje que con la cabeza gacha, no quitaban la vista de una pantalla de móvil. Ella también. No quería levantarla, porque al hacerlo, la oscuridad del túnel le devolvía la imagen de una mujer derrotada.  


Cuando las puertas se abren siento la tentación de bajar. Siento necesidad de tocarla, de preguntarle si cambiaría algo, si volvería atrás. Me gustaría darle un abrazo, decirle que hizo lo que pudo, pero sé que no puede verme como yo la veo. Para ella, soy solo un reflejo en el cristal del metro.


El convoy parte, y en el andén, la mujer de uniforme baja la vista al suelo y siento que suspira. Por un instante, creo que va a mirarme otra vez, pero no lo hace. Se queda allí, atrapada en el tiempo, como una sombra que ya no me pertenece. Yo también suspiro y apoyo la cabeza en el cristal. Afuera, la ciudad despierta. No sé si él me perdonó. Pero mientras el metro avanza, entiendo al fin que debo perdonarme yo.


 


 


                                                                    HESTIA


 

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