Rutina

LOLO

RUTINA 


Siempre sé lo que pasará cada día, pero no soy vidente. Todos los días son sombras paralelas. Estoy bajando las escaleras del metro para encontrarme con lo cotidiano, regueros de gentes que se cruzan aturdidos y presurosos. 


            El Mago siempre está en su sitio, en mitad del pasillo que acarrea hacia el vestíbulo, sentado en un taburete, con el acordeón al hombro, espalda apoyada contra la pared, tocando cualquier pasodoble. Pero al verme aparecer, invariablemente, cambia el pasodoble por la canción “Non, je ne regrette rien”.


            Le llamo el Mago, porque no conozco su nombre, ni su procedencia, ni el motivo por el cual cambia de canción cuando me ve. De algún modo he de nombrarlo. Todos sabemos: aquello que no tiene nombre no existe.  Y el Mago existe: en el cabello largo y cano, en el mostacho banco que suprime el labio, en su robustez búdica sobre el taburete, y en la caja de metal colocada a un palmo de los pies; dónde la gente va tirando alguna moneda. Me embelesa, la mañana tiene otro color con algo de música, aunque sea desenfocada. Pero no entiendo porque ha de cambiar de canción al verme. Édith Piaf es para mi, sólo la imagen de una mujer triste vestida de negro. Voy esquivando el trasiego del pasillo camino del vestíbulo, validaré la tarjeta, proseguiré descendiendo hasta el andén, subiré al metro, llegaré al trabajo. Cuatro estaciones. 


            No deja de ser extraño como nos habituamos a una realidad haciéndola nuestra. En mi estación de destino volveré a encontrar, el mismo tipo, el mismo cambio en la música y si por casualidad lo mirara de reojo me encontraría con una estupenda sonrisa y el centelleo café de su mirada. Ya forma parte de mi existencia paradójica.


 


            Hoy al bajar al andén encontré un gentío. No me gusta huelen: a colonia, a pies, resuello de café, a sobaco, a jabón barato… Camino hasta el fondo del andén. Aquí el número de humanidad es más respirable.


            Entonces mis pies se van acercando hasta el borde del andén, buscando ese abismo en el que acaban todas las gradas. Estoy jugando con el equilibrio. La mitad de mi persona esta suspendida, mi pesada espalda está segura y firme sobre el andén. Mi pecho curiosea el vacío. Si en este preciso momento irrumpiera un convoy mi cuerpo sería golpeado. Por otro lado, si me dejo caer al foso sobre las vías justo en el momento en que el convoy entre por el túnel, mi cuerpo quedaría roto por la envestida de la maquina.  A tener en cuenta el efecto coctelera que se produciría en el interior de cada vagón, debido al frenazo. La tentación de llegar al horizonte y caer al vacío.


            Algunas personas abren mucho los ojos. Yo continuo impávido en este equilibrio ecuánime. Al asomar la cabeza del convoy por el túnel deslizo mis pies hacia el andén. Dos pasos. Se detiene en la estación, las puertas se abren, entro. Vivieron una realidad. Yo otra. Cuatro estaciones. El Mago en otro pasillo similar interpreta mi música. ¿Podría ser otro Mago? 


            Al llegar a la oficina bancaria donde trabajo, miro a través de la cristalera. Allí están mis compañeros trajinando. Yo desde afuera puedo verlos; Ellos a contraluz no pueden verme. ¿Somos reales? Hoy he conseguido sentarme en la acera, frente a la entrada de la oficina sin caerme.


            Desnudo mi deforme espalda y desenfundo la mano en modo pedir.


  


                                                                                                 M.L.B.


 

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