Al final del túnel

Món

El eco de las rejas cerrándose todavía retumba en mi mente. Cuando llegué al Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE), no sabía que esa noche sería la última en la que vería a mi hijo. Me quitaron la bolsa con mis pocas pertenencias y, sin explicación, me llevaron a un pabellón con otras mujeres de miradas desoladas. Solo pensaba en mi niño, esperando, sin saber qué le dirían ni a dónde lo llevarían.


Cada día aquí es igual. Luces blancas encendidas toda la noche, puertas de metal, gritos de quienes no soportan más. En mi pabellón somos casi veinte mujeres de América Latina, África y Europa. Ninguna sabe qué va a pasar; el miedo se respira en cada conversación. Si preguntamos a los guardias, la respuesta es la misma: "No sabemos, pronto les informarán". La palabra "pronto" ha perdido sentido.


La separación de nuestras familias es lo más doloroso. Para muchas, como yo, nuestros hijos se quedaron afuera, en casas de acogida o con algún familiar, si tuvieron suerte. Aquí dentro, obtener información es casi imposible. Nos dicen que estamos en "proceso", que "esperemos", pero nunca nos dicen nada concreto. Algunas llevan meses sin saber qué pasará con ellas o sus familias.


Mi vida me trajo hasta aquí, como un viaje en el metro, sin saber si el destino final sería la libertad o la expulsión. Plaza España: donde sentí que todo era posible, la promesa de un nuevo comienzo. Trinitat Nova: donde mi hijo reía en los columpios, un recuerdo que es mi refugio. Paral·lel: un punto de tránsito, donde parece que todo puede cambiar. Ahora, en este pabellón, mi viaje parece un túnel sin salida.


Algunas hemos intentado hablar con la trabajadora social, pero el trato es frío. Nos llaman "internas", no por nuestros nombres. La sensación de no ser vista como persona me persigue. Conseguir algo simple, como un analgésico, depende de la voluntad del guardia de turno.


En el pabellón, varias somos madres y nos entendemos sin hablar. ¿Volveré a verlo? ¿Estará en buenas manos? Nadie puede responderme. Algunas han intentado quitarse la vida; otras lloran toda la noche. Una compañera pidió ayuda por dolores en el pecho, pero le dijeron que era "psicológico".


Nos han dicho que esta es una "medida administrativa", pero ¿cómo algo administrativo puede separar a una madre de su hijo y mantenernos en estas condiciones?


Nos han criminalizado por migrar, por buscar una vida mejor. Aquí encontramos otra forma de violencia. Me siento atrapada en un sistema que me castiga por ser quien soy, por venir de donde vengo. Si nos revelamos pueden castigarnos con aislamiento o "expulsión inmediata". Nadie quiere arriesgarse.


Escribo esto porque si algún día puedo salir, quiero que alguien lo lea. Aquí, en estos centros, lo primero que nos quitan es la humanidad. Tal vez con el tiempo mi historia, y la de mis compañeras, salga a la luz. No sé cuánto más estaré aquí, pero espero el día en que pueda reencontrarme con mi hijo y contarle lo que viví por querer darle una vida mejor.


 


 

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