NO

Jane Austen

“No.” Respiro hondo, intentando calmarme. “¡He dicho que no!” Pero él no me escucha. Se me acerca, con sus ojos brillantes, hambrientos. Y yo no puedo hacer nada. 


Es una mañana gris, con el cielo cargado de lluvia. “Clara, ¿estás aquí?” Me pregunta Sara, mi mejor amiga. “Concéntrate, estamos en clase.” Mis ojos se mueven del punto en la pared que estoy mirando e intento prestar atención. Finalmente suena el timbre de finalización del primer período de clase. Salgo apresuradamente al patio con Sara, y entonces un estruendo me perfora los oídos: un trueno. Empieza a llover, una cortina de agua se mezcla con una niebla baja, impidiéndonos ver nada más allá de dos metros. Resignados, todos volvemos a nuestras aulas para no acabar calados hasta los huesos. Cuando por fin las clases del viernes terminan, corro hasta la parada de Poble Sec, Barcelona. Me refugio dentro del metro y me pongo los auriculares. La música inunda mis oídos, relajándome. Me siento en uno de los bancos de la parada de la línea tres, sorprendiéndome de la poca gente que hay. Subo al transporte casi vacío y veo un vagón más allá, un hombre joven, de unos veinticinco años, que me repasa con la mirada y me sonríe de una manera inquietante. “No me puede pasar nada, hay seguridad en el metro” pienso para mí. Un escalofrío recorre mi espalda, por eso me siento en un asiento lejos de él. El trayecto se me hace eterno, y al fin llego a mi parada. Al llegar a Valldaura, salgo bajo la lluvia y corro a casa. En este momento, mi teléfono vibra. “Clara, ¿vienes a una fiesta mañana?” Pregunta Sara. No me apetece mucho, pero para hacer feliz a mi amiga, acepto.


Me despierta un rayo de sol, aunque cuando abro la ventana veo nubes grises al este. Para pasar las horas acompaño a mi padre a comprar en el Mercat del Carmel, y cogemos el metro en Horta, la L5. Allí decido comprar algo para la fiesta. El día transcurre lento y sin sobresaltos.


A las diez de la noche, Sara llega, emocionada. Cumplimenta mi vestido y después de despedirnos de mis padres, que me recuerdan que debo llegar a las tres, salimos. Cogemos el metro, otra vez la línea verde hasta Passeig de Gràcia, donde suena el anuncio del centenario del metro de Barcelona, para que nos lleve a la fiesta. Al llegar, una música fuerte sale de la casa y Sara me presenta a Pau, el anfitrión. Desde el umbral de la puerta veo mesas llenas de comida y bebidas. Nos servimos un vaso y bebemos. El tiempo pasa y bailamos sin parar. Pero cuando miro mi móvil, marcan las dos y media y tengo media hora hasta mi casa. Me despido de todos y llego rápidamente al metro. No me gusta ir sola por la noche pero en el metro me siento segura, sé que hay cámaras vigilando y no me va a pasar nada. El recorrido del metro a mi casa es corto, pero tengo que pasar por calles estrechas y sin luz. En un callejón percibo una sombra que me sigue. Me giro y nada. Aumento el paso, y empiezo a preocuparme. Un ruido me sobresalta. De repente, una figura aparece delante de mí. No le veo bien, pero cuando me fijo, es el mismo hombre que me miró ayer en el metro. Un sudor frío baja por mi frente. Él se acerca, lentamente. Corro, pero resbalo en un charco de las últimas lluvias. Al levantarme, me coge del brazo. Me arrincona en una pared y me toca el frente y el cabello. Sé sus intenciones. 


 


“No.” Respiro hondo, intentando calmarme. “¡He dicho que no!” Pero él no me escucha. Se me acerca, con sus ojos brillantes, hambrientos. Y yo no puedo hacer nada. 

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