Acercando Personas

María Rodés

Júlia llegó a la residencia donde vivía su padre como cada domingo a la misma hora. Los médicos le habían comunicado esa semana que la demencia de su progenitor avanzaba imparable. Pronto las lagunas de su memoria le harían olvidar los pocos recuerdos que aún conservaba.


Esos recuerdos que compartían y que ayudaban a Júlia a aceptar con resignación que su padre ya no sería más el que había sido, ese trabajador del metro de Barcelona, alegre y vivaracho, que llegaba a casa cada día con una historia nueva que contar mientras cenaban.


Pero ese día sería diferente. Júlia tenía una sorpresa para su padre.


Al llegar a la residencia, saludó a Toni, el enfermero que cuidaba de Agustí.


-Hola Toni. ¿Cómo está hoy?


-Hola Júlia. Hoy está tranquilo -le contestó el sanitario-. Puedes salir con él sin problemas.


Agustí observó a su hija con su habitual semblante serio y ausente. Ella ya se había acostumbrado a sus silencios y su rostro inexpresivo. Le condujo hasta la boca de metro más cercana y el anciano caminaba a su paso, cabizbajo pero extrañado, pues sus paseos cotidianos a pie apenas se alejaban de la residencia.


-Vamos de viaje, papá- musitó ella como respuesta a la muda pregunta.


Cogieron varias líneas y cruzaron la ciudad hasta llegar al estadio de Camp Nou, donde Agustí había vivido momentos de fervor y angustia por su equipo, siempre apasionado del fútbol. El anciano fijó sus ojos en el escudo e hizo un ademán victorioso recordando en silencio los triunfos que tanto había celebrado.


En la línea 9 se colocaron en el primer vagón observando cómo el moderno tren con control remoto avanzaba sin maquinista, en la misma posición de metro donde él había trabajado tantas horas dirigiendo viajeros hacia su destino.


Comieron en un restaurante de Plaza Espanya, desde donde veían los edificios olímpicos de Montjuic. -Aquel verano trabajé más que nunca, trasladando en el metro a todos los turistas y deportistas. ¿Te acuerdas de la ceremonia de apertura Júlia? Fue la mejor- le había dicho su padre cientos de veces. Ahora comía en silencio bajo la atenta mirada de su hija, que trataba en vano de descifrar sus pensamientos.  


Por la tarde cogieron otro trasbordo de metro para llegar al mar. Agustí adoraba el mar y en sus días libres llevaba a su familia, sombrilla en mano, a pasar el día en la playa. Eran los mejores recuerdos para ella, pues bajo el sol del verano las risas se mezclaban con anécdotas, con amigos, y con horas interminables al calor de los suyos. Al mirar hacia el horizonte un suspiro salió de la boca del anciano.


El último trayecto les llevó hasta la Catedral. El imponente monumento había sido testigo de la boda de Agustí años atrás. El aspecto pétreo y robusto del edificio contrastaba con la palpable debilidad de su cuerpo. Él miró fijamente al pórtico y luego a su hija, como un hilo invisible uniendo la fugacidad del tiempo.


Más tarde, al llegar a la residencia, Toni los aguardaba. Al fijarse en su paciente observó algo distinto, un rostro relajado que mostraba que el día no había sido como los demás.


-¿Qué tal Agustí? ¿Cómo ha ido el día? -preguntó animadamente.


-Pues muy bien ¿verdad papá? -contestó Júlia con disimulada alegría-. Hemos viajado muy lejos en un solo día.


-No, Júlia. Hemos ido muy cerca -respondió Agustí para sorpresa de los presentes-. Nada está lejos con el metro. Yo trabajaba en el metro-. Concluyó el anciano, esbozando una amplia sonrisa que los demás imitaron.


 

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