Una Vida en el Metro
El viento frío de otoño movía las hojas inertes de los árboles hasta la boca del metro, donde se habían arremolinado formando una alfombra natural que daba la bienvenida a los viajeros. Aquella tarde, Ernest se disponía a subir a la línea que unía Passeig de Grácia con el barrio de Maragall, al funeral del último de sus amigos.
Esa estación era el punto de partida a todos sus destinos de los últimos años. Nunca había tenido coche, y el metro había sido para él más que un transporte público. Tan presente en su vida como todas las historias vividas en Barcelona, llegando siempre con la puntualidad que tanto valoraba.
Desde allí había marchado a su antiguo colegio durante sus años en activo como profesor, y había llevado a sus hijas a clases de música, y a sus actuaciones. Más tarde había llegado al nacimiento de sus nietos, y había acudido raudo a urgencias cuando su mujer estuvo enferma. También en esos trayectos había llorado cuando el paso del tiempo le obligó a despedirse de sus padres y amigos. Hoy, una vez más, recorrería en metro el último tramo para decir adiós.
Se encontraba en el andén. Miró hacia la izquierda impaciente, esperando ver en las sombras del túnel las luces del próximo tren. Aún quedaban unos minutos, según informaba la pantalla eléctrica.
Entonces se fijó en quien tenía enfrente, en el andén contrario, esperando coger un tren hacia la otra dirección. Era una madre joven, con un bebé acurrucado entre mantas en su sillita. El bebé tendría poco más de un año.
Su carita miraba curiosa a todas partes, escudriñando a las personas que se movían de un lado a otro del andén para repartirse entre los vagones. Abrió la boca cuando pasó delante de él un chico con un perro, y reía cuando una niña de corta edad le enseñó burlona su muñeca de trapo.
Ernest no pudo evitar observarlo. -¿Cuántos viajes de metro habrá hecho en su corta vida? -pensó-. ¿Cuántos viajes hará hasta conocer todas las maravillas de Barcelona? Tienes que aprovecharlo, pequeño.
Una voz anunció que su tren estaba llegando, y con él la despedida de ese amiguito desconocido. No volvería a ver a ese niño, con toda su vida por delante, con todos los viajes por hacer. –Cuánto daría por empezar de nuevo –dijo para sí-. Tener todo el tiempo que tú tienes ahora-. El bebé puso sus ojos en él y sonrió.
Las puertas se abrieron y Ernest subió al tren. Entonces vio a través del cristal de la ventana cómo el niño, desde el vagón situado en el otro carril, espontáneamente, le dijo adiós con su manita, mientras el metro iniciaba la marcha.
Los trenes partieron en direcciones opuestas. El del Ernest, en dirección a donde cae el sol. El del niño, hacia donde sale de nuevo. Ambos trenes les llevaban puntuales a su destino, veloces como la fugacidad del tiempo. Metro de generaciones pasadas, y metro de generaciones futuras. Un metro que acerca distancias y épocas. De toda una vida.