Dos minutos

Artemis

Dos minutos, ese es el tiempo, aproximado, que el tren tarda en recorrer el espacio que separa una estación de otra; parece poco.


Las vidas son largas, o suelen serlo. Te levantas, desayunas, vas al trabajo, trabajas, vuelves a casa, cenas, duermes. La rutina lleva al aburrimiento y este tiende a alargar el tiempo. A veces, pero, es al revés. A veces 30 años pasan sin darse cuenta y dos minutos… dos minutos parecen una vida entera.


El primer día que le sucedió era un diciembre, pronto, demasiado para que sus pensamientos se concentraran. Fue en la línea cinco del metro de Barcelona; en el tramo, cerca del final, donde los trenes salen al exterior y el sol recibe a los pasajeros de vuelta. Es una situación extraña; la mente asocia metro a oscuridad y subsuelo, y ver la luz sin salir de él es como si dos mundos se juntaran. Una fina línea que separa dos realidades. Pero ese día fue algo más que “como”.


La luz llenaba el vagón en ráfagas, a causa de las sombras de farolas, árboles y edificios. El contraste era cada vez más fuerte; las partes ensombrecidas se volvían más y más oscuras y las iluminadas eran cegadoras. Cerró los ojos y, al abrirlos, no comprendió. ¿Quién era esa gente? ¿Y por qué vestían así?


Alguien le observaba desde una ventana: sombrero y abrigo largo, un cigarro en su mano derecha; pero, ¿acaso aquel hombre que veía en el reflejo era él?


No, solo veía a través de sus ojos. El mismo lugar, el mismo trayecto; en otro tiempo. El tren llegó a la siguiente estación y todo volvió a la normalidad. Pero al día siguiente volvió a suceder, y al otro, y así sucesivamente. Cada vez una persona distinta, pero el mismo trayecto. La oportunidad de vivir miles de instantes, siempre de tiempos pasados. «¿El límite sería la existencia del metro?», era una dudad que le acechaba, pero no le dio demasiadas vueltas. Solo vivió, más días de los que le gustaría admitir, vidas distintas durante esos dos minutos de luz entrecortada.


Hasta que un día, durante esos dos minutos, nada cambió. Esa mañana no había nadie y el vagón… parecía el mismo. El traqueteo propio del avance del tren llamaba a las ventanas sin poder entrar. El zumbido de los halógenos se desvanecía antes de llegar a sus oídos, y su respiración parecía hacer lo mismo antes de escapar de su cuerpo. Solo podía escuchar los latidos de su corazón; aunque quizá “escuchar” no fuera la palabra correcta; solo los sentía, retumbando en su pecho.


En su misma hilera de asientos, justo al otro lado, había un hombre. Dio un respingo al verlo, aferrando su mano al frío de la agarradera metálica. 


Ese era… ¿El? Había un parecido, cuanto menos. El hombre le devolvió la mirada; el gesto fue lento y torpe, como si el más mínimo movimiento le costara. 


—No olvides tu parada —le dijo; su voz sonaba como raspar una superficie áspera.


Él asintió, o al menos pensó en hacerlo, aunque puede que su cuerpo no se moviera. El sonido agudo de las sirenas al cerrar las puertas lo devolvió a la realidad.


Bajó del metro dos paradas antes y echó a andar. Era la primera vez que pensaba, que sentía algo fuera de esos dos minutos; era confuso. Aun así, algo tenía claro: cambiaría de ruta. Siempre podría usar otra línea, probar con el autobús, incluso; o caminar, decían que era muy sano, por lo visto, y, desde luego, su bolsillo iba a agradecérselo.

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