Una mañana cualquiera

Airun

De nuevo, daba inicio la jornada. Siempre me sentaba en el mismo vagón, el primero de la L9Sud y casi siempre me estaba esperando el mismo asiento. Respiraba hondo y miraba a izquierda y derecha. Solía llevar un libro, pero observar la sinfonía que se desarrollaba a mi alrededor cada mañana era tan apasionante que nunca llegaba a pasar de página.


Era muy temprano y casi cada día veía las mismas caras. Aunque cada persona iba a sus cosas (mirando el móvil, si iban solos; conversando, si estaban con más gente), tras unas semanas de coincidir, algunos habían empezado a saludarse discretamente con la cabeza, algunos nos sonreíamos al vernos. Otros, que llevaban aún más tiempo subiendo al mismo metro, incluso se deseaban buenos días y se preguntaban por la salud, por la familia, por las mascotas o por sus proyectos.


Me eché un poco hacia un lado para dejar más sitio a la madre que llevaba a la niña al colegio, antes de ir a trabajar: con una mano sujetaba un enorme bolso rebosante de lápices de colores, camioncitos, toallitas húmedas y todas esas cosas misteriosas que consiguen meter las madres en un bolso, tenía un maletín en la otra mano. Su sonrisa era cansada, pero auténtica. 


El chaval de la gorra charlaba despreocupadamente con sus compañeros de trabajo, comentándoles lo que pensaba de los cambios de turno, sin darse cuenta de que una de las universitarias de enfrente llevaba tiempo buscando el momento adecuado (y el valor o un motivo) para acercarse a pedirle su insta. La amiga de la chica seguía hablando sobre las clases, fingiendo no darse cuenta de que, desde el momento en que pusieron el pie en el vagón, había perdido la atención de la otra, quien a intervalos regulares iba asintiendo con la cabeza y diciendo “hm” o “ajá”, como si estuviera escuchando. De vez en cuando un codazo poco sutil le hacía desviar la mirada del chico, reír tontamente y prestar atención durante unos segundos a su amiga, que la miraba del mismo modo que ella estaba mirando al otro chico, sin sospechar que no era la única buscando excusas y momentos perfectos.


La que soltaba el monólogo ante su público ausente me pilló observándola y se encogió de hombros, sonriendo con tristeza. Saqué un paquete de galletas y se lo acerqué, por darle algo más que mi comprensión. “Vale”, dijo. De repente, todos los demás nos estaban mirando, o sea que hice un círculo con la mano para que cada uno pudiera coger una galleta: las dos universitarias, la madre y la hija, los compañeros de trabajo, ¡hasta los solitarios del móvil! Todos se animaron y yo me quedé sin galletas, aunque no me importó en absoluto.


Fue un momento extraño. Nos pusimos a reír, comentando que era increíble empezar así el día y que ya teníamos algo que contar al volver a casa. Por megafonía anunciaron mi parada.


“El viernes que viene traigo bombones, que es mi cumpleaños”, gritó el chico de la gorra mientras se cerraban las puertas.

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