Trayecto
No le hacía falta mirar qué hora era para así saber si llegaba tarde. Bastaba con echar un vistazo al andén y observar a quienes estaban en él. Si iba a su hora habitual encontraría a esos desconocidos con los que compartía una pequeña parte de su vida cinco mañanas a la semana, o tal vez no tan pequeña al fin y al cabo, pues si te parabas a hacer números los veía cerca de dos tercios del año. Desconocidos, pues no sabía sus nombres, donde vivían, trabajaban o cualquiera de esos detalles que, al conocerlos les hacía abandonar ese status, pero, aunque no se conocieran, se reconocían de tanto coincidir. Los gestos eran leves, pero siempre estaban ahí, porque además cada cual tenía sus aficiones, música, lectura, y por supuesto el móvil, una partida, escribir, o mirar cualquier cosa. Y cuando veías que el libro que alguien leía una semana, aparecía en otras manos al cabo de poco tiempo, o el juego de móvil que tanto entretenía a otro también aparecía en una pantalla diferente al día siguiente, se hacía evidente ese prestarse atención unos a otros.
Eran afinidades creadas desde las rutinas, pero cuando el convoy entraba en el túnel ya no era un convoy, ni el túnel era túnel, mutaba en una nave espacial, como en una película (la realidad es que el interior de una vagón no dista mucho del interior de algunas naves que había visto en el cine) y se adentraba en un agujero negro donde la realidad se distorsionaba y el trayecto era más corto, el ambiente más cálido y el peso del día por delante más leve.
El viaje que compartían empezaba para todos igual, pues esa parada era el origen de la línea, el origen de sus afinidades, pero sus finales eran paulatinos. Su viaje, por el contrario, era el más largo de todos, en más de un sentido. Veía cómo cada uno se marchaba hasta que abandonaba el vagón el último de aquel grupo unido por la cotidianidad, y en cierta forma se quedaba sólo en un lugar lleno de gente.