Encuadre

Craso Arcos

Había elegido la línea azul al azar. Simulando leer un libro, el asiento del fondo del vagón me ofrecía un plano general de la escena. Me gustaba observar la interacción entre los viajeros y dar rienda suelta a mi imaginación para intuir lo no visible.


La madre y la hija se subieron en Hospital Clínic.


―De espaldas no, hija, que me mareo ―dijo la mujer mayor justo al entrar.


Se sentaron a mi izquierda, en los asientos que quedaban libres al otro lado del pasillo. La hija sacó un libro del bolso y lo posó en su falda.


El encuadre, de Craso Arcos ―leyó la madre―. Qué nombre más raro, ¿verdad?


―Es un libro de cuentos, mamá; el escritor no es muy conocido.


En la portada se veía a una persona de cintura hacia abajo, tumbada sobre una esterilla, en un suelo árido y seco. Vestía una bata, que dejaba ver una mano y los pies. La delgadez hacía aflorar las venas, muy marcadas, sobre la piel cuarteada y con arrugas.


―¿Tú crees que es una mujer? Sí, yo diría que es mujer. Y debe de ser mayor, como yo.


―¿Quién? ―preguntó la hija mientras miraba al resto de pasajeros.


―La del libro. ¿Quién va a ser?


―Vaya obsesión con el libro, mamá.


―¿Por qué le habrán cortado el cuerpo? Qué pena que no se le vea la cara, ¿no? ¡Menudo escritor! ―dijo con desprecio―. Por cierto, ¿tú no eres ya un poco mayorcita como para seguir leyendo cuentos?


―Déjate de cuentos, por favor. ¿Tú has entendido lo que nos acaba de explicar el médico?


―¿Qué médico? Ah, la visita. Pues no mucho, la verdad. ¿Para qué me ha hecho todas esas preguntas tan raras? ¿Y esas tres palabras que me decía si recordaba? ¿Eso para qué? ―La madre hablaba sin desviar la mirada del libro―. Seguro que la foto está hecha en otra época. Hoy en día nadie se viste así, ni en el pueblo.


―Eso, las tres palabras. ¿Te acuerdas de las tres palabras que te ha dicho el médico?


―Pues claro, hija: bicicleta, cuchara y… ¿manzana?


―A buenas horas…


La hija bajó la mirada hacia el punto de libro, que sus dedos agitaban de forma compulsiva. La madre continuaba absorta en la portada:


―¿Tú crees que esa mujer tendría mi edad?


—Mamá, pronto no podremos seguir viviendo juntas, ¿lo entiendes? Tú necesitarás más cuidados, y yo no puedo dejar de trabajar.


—Claro, hija, hay que trabajar, qué remedio… Pues no sé por qué pero a mí me transmite tranquilidad, no sé, como… ¿paz? Quizá la mujer estaba echando la siesta en el campo. Como cuando íbamos a segar lejos del cortijo y pasábamos todo el día fuera. Sí, podría ser yo tomando un descanso justo después de comer. ¿No te parece?


—¿Sabes qué me parece? —dijo la hija con rabia—. Me parece que podría ser una anciana, sí, pero… ―titubeó― de Palestina. Una inocente muerta en alguna de esas guerras que vemos en la tele ―apretó el libro con las manos―, con el resto del cuerpo, el que no ves en la foto, destrozado por una bomba.


—¡Ay hija! Tú siempre tan trágica.


Dieron la conversación por finalizada: la hija se enfocó en la lectura, y a la madre se le perdió la mirada entre la gente que ocupaba el vagón.


Yo guardé mi libro en la mochila, me levanté y me acerqué a la puerta para bajar en Horta.


―¿Arcos? Soy Chema, del instituto, ¿te acuerdas? ―me preguntó un hombre que viajaba de pie.


―Ah, sí claro. ¿Qué tal?


―No tan bien como tú. Me dijeron que te habías hecho escritor, ¿no?


Al escuchar la conversación, la hija abrió El encuadre, de Craso Arcos, se giró hacia mí, miró a su madre, se ruborizó y volvió a fijar la mirada en el aleteo del punto de libro, simulando leer.

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