El metro de las cien paradas
"¡Parada cardíaca! ¡Ha entrado en parada cardiorrespiratoria…!" El tumulto de gente solo aumentaba la sensación de ahogo y de confusión ante aquella noticia fatal. De fondo, se escuchaba el sonido afilado y concluyente del desfibrilador, como una balada fúnebre.
Antonio, aquel hombre corpulento que yacía en el suelo, escuchaba cada vez con mayor dificultad lo que sucedía a su alrededor. Las formas se deterioraban, los cuerpos perdían color… hasta que, de repente, todo se apagó.
Para su sorpresa, estaba otra vez bajando las escaleras de la entrada del metro. Inquieto, quiso preguntar a alguien qué hacía en aquel lugar donde había pasado fatigadamente sus últimos minutos, pero esta vez estaba misteriosamente solo. Alzó la vista en busca de respuestas y observó el azulado rótulo que decía:
"Metro de las 100 paradas. Escoge tu destino. ALEA IACTA EST."
Agudizó el oído y pudo distinguir una mítica banda sonora que sonaba como hilo musical. Todo le resultaba familiar, tan rutinario, que sin dudarlo decidió matar la curiosidad y descubrir hacia dónde lo llevaría aquel viaje. Desde luego, Antonio no era de esas personas que se paralizan ante el miedo; al contrario, se movía con la adrenalina tan rápido como el impulso del motor del metro a pleno rendimiento.
Así pues, emprendió su camino hacia la máquina de la entrada, donde se leía:
"ADVERTENCIA. Pasajero, antes de comenzar, te informamos sobre las normas del viaje:
- Escoge la línea con la que quieras viajar: Azul (lo que fuiste), Roja (lo que deseaste), Amarilla (lo que perdiste), Verde (lo que eres).Solo puedes bajarte en una de las cien paradas. Escógela bien, pues una vez lo hagas, recorrerás el camino de vuelta al punto de partida.
- Actualmente no tienes el abono de transbordos, por lo tanto, no puedes observar qué caminos te llevarían con la decisión opuesta.
- Deja un objeto que simbolice el color escogido en la bandeja de entrada.
IMPORTANTE: No se puede cambiar la decisión tomada.
Disfruta del viaje. ALEA IACTA EST."
El espacio de la bandeja de entrada fue ocupado por un bolígrafo del siglo pasado, inutilizable. Los años habían borrado las letras inscritas, pero seguía siendo elegante y hermoso. Sin duda, era el símbolo que marcaba a fuego el primer recuerdo de su adolescencia: la escritura de su primera carta de amor.
Se abrió la compuerta y con paso firme, se dirigió hacia el camino rojo. Una sensación de ansiada vitalidad y arrojo se apoderó de él. Los recuerdos empezaban a agolparse en su mente con la misma intensidad con la que los olores evocan memorias.
El camino lo llevó a bajar las escaleras hasta el andén. Los inicios de lo que deseó. La juventud. El tiempo de quererlo todo.
Y, de repente, suelo vibró con el estruendo del metro despertando así de sus pensamientos.
Las puertas se deslizaron y, al subir, vio algo que lo paralizó: el vagón estaba lleno de él mismo.
Antonio, a los 16 años, con el corazón acelerado tras su primer beso.
Antonio, a los 22, quemando cartas que nunca envió.
Antonio, a los 30, dudando antes de tomar la decisión que lo llevaría a una vida convencional.
Todos lo miraron.
Se dio cuenta de que no era un pasajero, sino una decisión.
El tren arrancó.
Antonio respiró hondo. Esta vez, no volvería atrás.