Un detonador en el metro
Delante mío, sentado, había un hombre mayor con un sombrero de paja. Balbuceaba frases inacabadas que se solapaban mientras miraba indistintamente al resto de pasajeros. En algunos momentos aumentaba su tono de voz y lanzaba lo que parecían ser preguntas amenazantes contra alguna víctima, que no pronunciaba respuesta. La mayoría evitaba el contacto visual, ensimismados en sus teléfonos móviles. Otros buscaban miradas cómplices entre los demás viajeros para reafirmarse en su cordura, riéndose por lo bajinis.
Yo estaba atenta a la situación, comiendo unos chips de plátano ricos en vitaminas y nutrientes –según se indicaba en el embalaje–, haciendo más ruido al masticar del que me suele permitir mi deseo ansioso de pasar desapercibida. Pero ese día tenía demasiada hambre: la noche anterior no me había dado tiempo a prepararme el tupper, por lo que, en el descanso para comer, tuve que recurrir a un triste bocadillo de atún, tamaño estándar, del bar de al lado del trabajo. A la hora mi cuerpo ya lo había digerido por completo, y desde entonces había pasado un buen rato.
Además, en mi angustia por tener que controlar todo lo que sucede a mi alrededor, siempre en estado de alerta por si a alguien se le ocurriese dirigirme la palabra, robarme o sacar un arma y montar un atraco, consideré que tener una persona en el mismo vagón que acaparaba toda la atención, me dejaba a mí a salvo de cualquier mirada y juicio externos. A salvo para engullir ferozmente esas finas y aplastadas rodajas de plátano sin que apenas nadie se percatara del horror: estaba comiendo en el metro.
Entonces sentí una punzada en mi garganta, algo que, de no ser por el picor que esto provocó en mi nariz y el posterior estornudo que empapó al hombre en cuestión, se podría haber solucionado con un simple carraspeo o tragando un poco de saliva, para que así el trozo de chip que se había quedado atascado bajara ordenadamente hacia mi estómago, en lugar de salir propulsado de mi boca hacia el sombrero de mi compañero de viaje. Fue cruel.
No alcanzo a comprender por qué no me tapé la boca. Traté de disculparme como pude, con las mejillas ardientes. Le ofrecí un pañuelo para que pudiera secarse la cara del chispeo inesperado que había sufrido.
Pero él, ignorando el gesto, y contrario a toda reacción que yo podía esperar, comenzó a reírse a carcajada abierta. Una risa descarada, vigorosa y, desde luego, infecciosa que pronto se esparció por todo el vagón. Contagió tanto a los que habían presenciado la escena como a los que aquella espontánea explosión les pilló de improvisto. Incluso yo misma fui poseída por tal histeria colectiva y comencé a reír hasta que me saltaron las lágrimas. ¡Nadie podía parar aquello! En su cara brillaban las gotas de saliva con restos de comida y no parecía importarle lo más mínimo.
Cuando llegamos a la siguiente parada, algunos bajamos del metro con una expresión distinta en nuestros rostros. Más ligera, afable. Y ahí fue cuando verdaderamente me di cuenta del poder de la risa: todas las inseguridades que me habían estado reconcomiendo por dentro aquel día y que, como es habitual en mí, se dispararon al entrar en un espacio reducido plagado de gente, desaparecieron por completo tras aquella catarsis de lo grotesco. Salí de la estación siendo esa misma pasajera tímida y discreta, pero ahora caminaba relajada, sonriente.
Recuerdo con cariño a ese hombre desconocido cuya risa hechizó a un vagón entero. Nunca más me ha importado comer en el metro.