UNA QUIJOTADA TRIUNFAL

ELO

Me tenía que enfrentar sin miedo, con confianza. Era mi primer viaje en Metro. Veía que la gente entraba y salía como si nada, como si aquel lugar no fuera un laberinto subterráneo diseñado por ingenieros con vocación de alquimistas.


 


Yo ya tenía mi billete en la mano temblorosa, gracias a una trabajadora de la empresa que asistía a los desorientados. Marta, recuerdo su nombre en la chaqueta granate. Adquirir un pasaje parecía un trámite burocrático medieval: que si un viaje, que si veinte, que si mensual, que si anual; que ingresara mi número de identidad, que si mi teléfono... ¡no me pidieron la talla de mis bragas de casualidad!


 


Y yo, que venía de una pequeña ciudad, sin metros, donde el pasaje se pagaba con monedas al conductor —¡qué tiempos aquellos!—, sabía bien que si dabas un billete, más valía que fuera pequeño, porque el cambio en monedas te pesaría en el bolsillo.


 


Tiquet en mano, me enfrenté a las puertas.


 


—Las que tienen luz verde —dijo Marta, viéndome titubear.


 


Y ahí estaba el sonido.


 


PI PI PI PI


 


Nunca en mi vida me había sentido tan interpelada por un ruido. Era un pitido de sentencia. Yo veía a la gente entrar con la seguridad de quien sabe que no va a perder un brazo en el intento, pero yo… yo no estaba tan segura.


 


Y entonces, la voz robótica del inframundo, con un tono de advertencia digno de una profecía apocalíptica:


—¡Cerrando puertas!


 


Pero ¿cerrando puertas cómo? ¿En qué punto exacto del proceso? ¿Con cuánta violencia? Porque, sin conductor a bordo, aquello me daba más miedo que un portazo en una nave espacial.


Así que cuando me decidí a entrar, lo hice con un salto de fe digno de las grandes epopeyas.


 


PI PI PI PI


 


Ya dentro del vagón, resoplé y me desplomé en el único asiento disponible, el primero al lado de la puerta. Había sobrevivido.


 


Solo entonces, al alzar la vista, noté lo más perturbador: no había conductor.


Nada. Nadie. Ni un rostro severo al frente de la máquina, ni un par de manos firmes sosteniendo el destino de los pasajeros. Solo el frío control digital que movía la bestia de acero sin necesidad de humanos.


Había yo dispuesto, con juicio y mesura, que mi destino era Plaza Catalunya. Así lo había decidido mi razón, así lo indicaban los mapas, y así lo esperaba mi fatigado espíritu viajero.


 


Mas he aquí que el destino, en su infinita sabiduría y burla, tenía otros planes para mí.


Porque al alzar la vista y ver el letrero de Arc de Triomf, sentí un llamado, un susurro invisible que solo las grandes heroínas pueden oír. Como si las mismísimas musas me alentaran, como si los dioses del viaje y la victoria me señalaran con su dedo resplandeciente y dijeran:


 


—¡Bájate aquí, insensata! ¡Saldrás TRIUNFANTE!


 


Y claro, ante semejante revelación, ¿cómo habría de negarme? ¿Cómo podría, yo, que siempre he aspirado a empresas gloriosas, desdeñar tan clara señal del destino?


 


Así pues, sin más deliberación que un gesto firme y decidido, me levanté de mi asiento con la astucia de una diosa guerrera. Con ágil destreza esquivé mochilas, bufandas y empujones furtivos, avancé entre los matorrales de gente como quien se abre paso en un campo de batalla y, de un ágil salto, logré abandonar el vagón en el instante exacto en que las puertas se cerraban tras de mí.


Y entonces, respiré.


 


Ahí estaba yo. En Arc de Triomf. Había respondido al llamado. Había salido triunfante.


 


¿Que aún debía llegar a Plaza Catalunya? Bah, ¿qué clase de heroína teme unos pasos de más cuando la victoria ya es suya?


 


 


 

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