Al inquilino del próximo vagón

Murphy Cooper

El asiento de al lado está vacío. Lo observo con detenimiento en detenido lapso, pero sigue vacío. No hay presencia de compañía, como si esperara que su sola presencia me dijera algo, pero sigue vacío. No hay calidez de ente que me escolte. No hay nadie que lo ocupe. Solo el vacío.


Ese asiento no siempre estuvo así. Lo recuerdo lleno de entrañable hilaridad, de palabras compartidas, de roces furtivos y presencias que dejaban una huella en el tapizado. Lo recuerdo lleno de murmullos, de palabras que flotaban en el aire y se desvanecían entre estaciones. Se sentaron figuras que un día parecían permanentes, pero con el paso del tiempo solo fueron sombras en el reflejo de la ventanilla.


El tren avanza con pausadas zancadas, y las estaciones van quedando atrás. Algunas de ellas son apenas un destello fugaz en la ventanilla. Otras se quedan grabadas con la fuerza de un impacto. Y otras permanecen en la atmósfera que me recubre en su ingenuo recuerdo. Hubo quienes se sentaron junto a mí solo un par de paradas, fugaces, pasajeros de paso que dejaron pequeñas marcas en mi trayecto. Otros estuvieron más tiempo, pero al final, todos descendieron en su estación, quedándome en mi mismo vagón, deambulando por asientos que no eran de mi pertenencia. 


El asiento de al lado está vacío. Lo miran pero no se sientan. Lo tocan pero no lo ocupan. Algunos lo ensuciaron, como aquellos que en mi vida dejaron cicatrices y palabras que aún pesan en mi mente. Otros lo miraron con desdén, sin dignarse siquiera a considerarlo, tal como hubo personas que pasaron por mi existencia sin detenerse a conocerme.


Me pregunto cuándo empezó este silencio. Cuando dejó de haber compañía en este trayecto. Quizá siempre supe que, al final, todos los viajes se hacen en solitario, pero me resisto a creerlo. Ahora, en este vagón iluminado por luces frías y rodeado de rostros que no me ven pero sí atisbo a ver, me siento despoblado de sensación de propósito alguno. 


El tren sigue su curso. Las estaciones se suceden con monótona indiferencia, cada una reflejando un instante olvidado. El metal cruje con el peso del movimiento, y me doy cuenta de que mi reflejo en la ventanilla se vuelve más borroso con cada parada. Tal vez nunca estuvo del todo definido.


En cada trayecto, los pasajeros entran y salen. Unos empujan, otros se acomodan con descuido, algunos sostienen con fuerza sus pertenencias como si temieran que el viaje les arrebatara algo más que tiempo. Los veo moverse, hablar, reír, ajenos al asiento vacío. No saben que alguna vez estuvo ocupado. No saben que cada asiento lleva consigo las sombras de quienes pasaron por él.


Las puertas se abren en mi última estación. Es mi parada. Me levanto, dejando atrás el asiento que ha sido mío durante todo el trayecto. Abandono el vagón, dejándolo marchar a una nueva estación. Salgo y me pierdo entre las sombras de la estación, dejando un asiento más vacío para el próximo inquilino.

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