El fantasma de Rocafort

Carmen Leyva

El fantasma de Rocafort estaba agitado cuando llegué a la estación. Agitado o animado. No puedo saberlo porque no tengo esa sensibilidad para sentir a espíritus que tienen algunos. Solo me guío por lo más básico y habitual en las películas, las luces que se encienden y se apagan de forma rítmica, u arrítmica, pero intermitente. Imagino que es un hombre joven de cuarenta y dos años, que se llama David, y que viste con bermudas desechas y camiseta roja de algodón con detalles o comunistas o de alguna banda de rock. Su pelo es grasiento y de longitud media, podría pasar desapercibido. No es verdad. Llama la atención, por su cara. Sus rasgos son castizos, mezcla de catalán con algún ascendiente de la Europa del Este. El arco de Cupido lo tiene tan marcado que es lo primero en lo que se fija la gente. El sobrelabio es un corazón, son unas alas, es un balancín celestial, un futuro mordisco. Algunos dirían que su boca recuerda a la de un caballo, y es así. El hocico del caballo más elegante. Sus ojos se asoman por detrás del pelo moreno. Sus ojos son la pista definitiva de que su alma es pura. Son el rastro de historias de amor entre culturas. Culturas prohibidas.


 


David se lanzó a las vías del tren hace siete años. Estuvo planeándolo durante meses. Quería morir en la estación de metro más sombría y desamparada de todas. Quería morir en un lugar que se sintiera como él, que lo apiadase. Él imaginaba que si su vida se terminaba en un sitio como ese, las puertas tangibles de la compasión serían inauguradas exclusivamente para él y unos brazos enormes como los de un Dios, lo elevarían al cielo en un abrazo menester que nunca había recibido. La destrucción y la creación de un todo coexistirían. Hizo un mapa visitando todas y cada una de las estaciones, anotando en una libreta las energías que le llegaban. “Llacuna no es un buen lugar para tirarse, está asquerosa y eso me gusta, pero no deseo que mi alma perenne se contamine con el andar constante de los extranjeros”. Finalmente, tras visitarlas todas, incluso las del extrarradio, se armó en un veredicto. Indeciso entre Rocafort y el Carmel. Tenía que decidirse ya, el sufrimiento podría congelarse de un día a otro para siempre y quedarse encadenado, aturullado por la eternidad. Descartó el Carmel, por ser uno de los puntos más altos de la ciudad (aunque humilde), y por ende más cerca del cielo, no le trasmitía el sentimiento de ascender. Deseaba morir en lo más hondo y resurgir como un pájaro al vuelo. Murió con la camiseta roja, a juego con el color de la línea. Ahora sus átomos yacen en aquellas vías, pero su alma está feliz de haber encontrado el camino por donde pasean los cuerpos celestes.


 


 

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