Un regreso inesperado
Aquel día había transcurrido con normalidad, una jornada más en mi aburrida existencia.
Nunca hubiera imaginado ni en mis peores sueños, lo que estaba a punto de vivir.
Entré dentro del vagón del metro justo cuando se cerraban las puertas. Había un asiento libre y me senté. Estaba muy cansado después de un día agotador en el trabajo.
No recuerdo cómo, pero me quedé dormido.
Al despertar me sentía desorientado. Miré a mi alrededor y parecía que no había nadie más.
Estaba mareado y tenía náuseas, empecé a sentir un calor sofocante, la cabeza me daba vueltas. Intenté levantarme para pedir ayuda, pero no pude ponerme en pie, el asiento parecía más alto de lo normal, en aquel momento me dí cuenta de lo que ocurría. Mi cuerpo menguaba.
Mis piernas bailaban sin llegar al suelo, tenía la estatura de un niño.
No entendía nada, tenía mucho miedo. De un salto bajé del asiento para llegar a la puerta, necesitaba pedir ayuda. Pero tropecé con mi propia ropa que se deslizaba por mi cuerpo y caía al suelo.
Intenté coger mi móvil, pero entre aquel amasijo de prendas no conseguí encontrarlo.
Me arrastré como pude, para llegar a la puerta. Un empujón y seguro que alcanzaría mi objetivo. Por fin podía tocarla, ahora un esfuerzo más.
No podía ser, estaba muy alta la palanca. Quizás un salto, el último empeño.
Caí al suelo golpeándome la cabeza, ya no sabía qué hacer, me sentía derrotado. Me quedé inmóvil en posición fetal, cerré los ojos y me dejé llevar hacia mi oscuro destino.
No recuerdo cuánto tiempo pasó, hasta que la puerta del convoy se abrió y entraron dos señoras de mediana edad.
-¿Has visto, Luisa, pero qué hace este bebé en el suelo del metro?
-Vamos al interfono de asistencia de la estación, son muy amables y seguro que nos ayudan.
En ese instante y después de mucho esfuerzo por mi parte, intenté hablar, pero de mí garganta apenas salió un "Grrrr", de agradecimiento.