EL RETO
Aquella noche bajé las escaleras de la estación con prisa. Con un poco de suerte, podría coger el penúltimo metro para llegar a casa. Al llegar al andén, tres lucecitas se alejaban por el túnel indicando que debía esperar al último.
Eran casi de las dos de madrugada y estaba solo en la estación ¿Quién viajaba a esas horas entre semana? Según el panel, quedaban más de diez minutos para el próximo metro. Suspiré y empecé a caminar por el andén para matar el tiempo. Después de unas idas y venidas, me quedé mirando la oferta de un vending tecnológico, una de esas máquinas que, en vez de tentempiés y refrescos, ofrecen baterías, cascos y otros accesorios electrónicos.
Repasé hasta el último detalle de los cacharros allí expuestos. Luego me senté para disfrutar del silencio lleno de matices: el zumbido de las catenarias, el de los fluorescentes, las gotas que caían del techo sobre un volcán de serrín en el suelo del andén. Recosté mi cabeza en la pared para observar la cuenta atrás en el panel. Entonces, escuché unos pasos tranquilos que iban acercándose por la escalera del otro lado.
Finalmente apareció en el otro andén una chica esbelta, con una carpeta bajo el brazo que no sabía bien donde ponerse, incómoda por aquella soledad que solo mi mirada podía romper. Decidió sentarse frente a mí en el otro lado de las vías.
No levantábamos la cabeza. Nuestras miradas se perdían por el suelo. De vez en cuando, venciendo la timidez por un instante, nos buscábamos, nos encontrábamos y volvíamos a mirar al suelo.
Me levanté de nuevo y fui hacia la derecha. Al otro lado, ella abrió la carpeta y empezó a mirar algunos papeles, los ordenó y los volvió a guardar. Yo volví a sentarme. Entonces, ella se asomó al borde del andén para ver si se acercaba algún tren por el túnel, pero no aparecía ninguno.
Nos acostumbramos a nuestras propias soledades. No nos decíamos nada, pero nos sentíamos. Ella se levantaba e iba hacia un lado y yo, hacia el otro. Nuestros pasos sonaban con ecos catedralicios en el vacío de la estación. De repente, una ráfaga de viento cruzado apareció en ambos sentidos, anunciando que los dos metros llegaban al mismo tiempo.
Se veían las luces reflejándose en las vías y el estrépito era cada vez mayor. Nos miramos al fin. No como antes. Esta vez con toda la intención para disfrutar del último momento antes de que los trenes nos separaran para siempre.
Sostuvimos nuestras miradas hasta que un amasijo de ventanas y fluorescentes interrumpió nuestro contacto. Eran los dos últimos metros antes de que cerrase la estación. Nuevos chirridos. El golpe de las puertas automáticas que se abren. Los pasos de los escasos viajeros que salen del tren para volver a sus casas. Los tres pitidos de alarma indicando el inminente cierre de las puertas.
Los trenes se fueron cada uno por su lado y el silencio reinó de nuevo en la estación.
A ambos lados de las vías, cada uno en su andén, nos mirábamos tras nuestra renuncia.
— ¿Vamos? —dije yo.
— ¡Vamos! —respondió ella— ¡A ver quién llega antes a la calle!