Amor en hora punta
Lunes, 6 de mayo de 2024: nuevo inicio de semana lleno de energía tras el finde. Sin embargo, la mañana se tornó caótica cuando mi alarma, esa suegra digital que no acepta excusas ni retrasos, me despertó de un sueño profundo. El sonido era tan agresivo que sentí un hormigueo recorrer mi columna vertebral. Tras un desayuno que se sintió más como una tortura que un placer, una idea se instaló en mi mente como un ladrón: “¡Nuestra boda de aluminio!”
De repente, el tiempo se ralentizó. Cada sorbo de café se convirtió en un recordatorio punzante de que no había preparado nada para este día especial. Miré el reloj y, tras una pausa fatal, comprendí que no solo era un día libre, sino que mi esposa estaba a punto de aterrizar en el aeropuerto de Barcelona. ¡Sin regalo y sin plan! Con el corazón en la garganta, me vestí a toda prisa, peleándome con mis zapatos, y corrí hacia la estación de metro.
Al llegar, mi tarjeta del metro decidió fallar en el momento más inoportuno. Suspiré, mientras le daba al lector un par de manotazos inútiles. Afortunadamente, un revisor compasivo me dejó pasar. Una vez dentro del tren, me di cuenta de que el vagón se trataba de una olla a presión de cuerpos apretujados. El aroma a café y el sudor de los pasajeros creaba una atmósfera surrealista, como si estuviera atrapado en una comedia de enredos.
Mientras el tren avanzaba, la música de un artista callejero resonaba en mi mente, amplificando mi ansiedad. El vagón se sacudía al ritmo de las estaciones, y en un intento desesperado por mantener la calma, me aferré al pasamanos como si me estuviera sujetando de un salvavidas en medio de un tsunami. De repente, el tren se detuvo abruptamente y los pasajeros se balancearon como marionetas en un teatro. La pantalla de información parpadeó y el altavoz anunció con voz monótona: “Debido a una avería, el servicio se verá interrumpido.” Mi corazón se detuvo un instante.
Negué lo que estaba ocurriendo, sintiendo que la claustrofobia se instalaba rápidamente. Mientras miraba a mi alrededor, noté que la mayoría de los pasajeros parecían tan ajenos a mi crisis como si estuvieran disfrutando de un día normal de trabajo. Buscando opciones, vi que un grupo de personas se dirigía hacia la puerta trasera del tren. Sin pensarlo dos veces, decidí seguirlos, con la esperanza de que la salida me llevaría a un camino alternativo hacia el aeropuerto.
Al llegar a la salida del vagón, el flujo de pasajeros se convirtió en una marea humana que me arrastró. Mi corazón se aceleró al ver que el siguiente tren a la terminal iba a tardar más de lo previsto. En medio de la multitud, divisé una puerta que daba a la salida de emergencias de la estación Parc Nou de la línea L9 Sud. La tomé, rogando a todos los dioses del metro que me llevaran a mi destino.
Cuando finalmente salí, respiré aire fresco pero denso de ansiedad. Miré mi reloj: solo quedaban diez minutos para que mi esposa aterrizara. ¡Era ahora o nunca! Comencé a correr hacia el aeropuerto, esquivando a turistas y maletas perdidas, pero de repente, el eco de un pitido resonó tras de mí. Era la alarma de mi móvil recordándome que estaba a punto de perder el mejor momento de mi vida.
Al girar en una esquina, me encontré de frente con mi esposa, quien lucía una mezcla de sorpresa y diversión. Al ver su sonrisa, el mundo se detuvo. La abracé, y en ese instante, supe que, aunque el camino había sido caótico, estábamos juntos, listos para celebrar nuestro amor, más fuerte que nunca.