Un Siglo Después

Kiru

Un siglo después


La niña caminaba despacio, recorriendo las baldosas de la estación. Sus pequeños zapatos producían un sonido suave al pisar el frío suelo. Estaba sola, pensativa. No entendía muy bien por qué su madre no la acompañaba. “Quédate aquí, no te muevas”, le había dicho antes de desaparecer entre la multitud.


El sonido del hierro contra el hierro anunció la entrada del metro en la estación, y una multitud de personas se apresuró a salir de los vagones, mientras quienes esperaban se amontonaban para subirse antes de que se cerraran las puertas.


Angélica se quedó sola. La estación quedó vacía y en silencio; tan solo se oía algún sonido apagado que llegaba a través del túnel del metro desde una estación lejana.


Se sentó en un banco y permaneció inmóvil unos instantes, abrazándose a sí misma en busca de consuelo. Miró a su alrededor, esperando ver a su madre regresar entre las sombras de la estación, pero nadie apareció.


Sentía el frío filtrarse a través de su delgado abrigo. Se preguntó si su madre la había olvidado.


Un crujido en la lejanía la sobresaltó. No estaba segura de si había sido el eco de la estación o algo más. Su corazón latía con fuerza.


—¿Mamá? —susurró, pero su voz se perdió en la inmensidad de la estación vacía.


Sin embargo, una serie de sombras negras comenzó a dibujarse en la bóveda de la estación y, poco a poco y sin ruido, descendieron detrás de la niña hasta situarse sobre el mismo banco en el que ella estaba sentada.


Angélica sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No estaba segura de si era por el frío de la estación o por aquella extraña sensación que percibía dentro de sí.


Se giró lentamente, con el estómago encogido, pero lo único que vio fue el banco vacío.


Sin embargo, algo no estaba bien.


Las luces de la estación parpadearon una vez. Luego, otra. La penumbra pareció estirarse, alargándose como si tuviera vida propia. Fue entonces cuando las vio: sombras oscuras y profundas, más negras que la misma oscuridad, que se deslizaban por la bóveda de la estación como si goteasen del techo.


Eran figuras informes al principio, solo manchas difusas que se arrastraban con lentitud; pero a medida que descendían, comenzaron a tomar forma: brazos largos y delgados que terminaban en dedos afilados, y cuerpos que parecían estar hechos de humo, retorciéndose como si lucharan por mantener una forma estable.


No tenían rostros, pero Angélica podía sentir sus miradas sobre ella. Etéreas, frías, no eran ojos lo que la observaba, sino algo peor: un vacío insondable, como si esas criaturas fueran fragmentos de la nada misma.


El miedo la paralizó. Su respiración se volvió entrecortada y sus piernas temblaban. Quiso gritar, pero no encontró su voz.


Las sombras avanzaron un poco más, deslizándose silenciosas sobre el suelo. Una de ellas extendió un brazo hacia el banco donde ella estaba sentada. Sus dedos se posaron sobre la fría superficie y un quejumbroso sonido resonó en la estación vacía.


Entonces, una de las sombras giró su “cabeza” hacia ella.


—Angélica… —susurró una voz rasposa, que parecía provenir de todos lados y de ninguno a la vez.


La niña sintió el terror estrangularle la garganta.


Aquella cosa la conocía.


El sonido de unos pasos retumbando entre las escaleras de la estación consiguió devolverla a la realidad, y las caricias de su madre la llenaron de felicidad.


Cada 100 años, un día de abril, las sombras del destino invaden la estación de Rocafort.


 


 

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