El vagón fantasma

Brown

El último metro de la noche pasó y él subió sin mucho ánimo. Trabajar durante todo el día y sin apenas descanso era agotador, tanto física como mentalmente. Encontrar un hueco donde sentarse era probablemente una de las pocas que le habían hecho feliz aquel día. Con los brazos cruzados y el maletín entre los pies, él agachó la cabeza y cerró los ojos, esperando pacientemente a llegar a su destino. El sueño amenazaba con invadir cada centímetro de su ser, pero por alguna extraña razón, él tenía la sensación de que algo no iba bien. Aun así, él no le dio demasiada importancia, estaba demasiado cansado como para pensar en algo tan trivial. El traqueteo en las ventanas y el leve balanceo de los asientos hubiera sido suficiente para hacerle caer en un profundo sueño. Habría sido suficiente, pero aquella sensación no se iba, sino que a medida que pasaba el tiempo, se hacía más y más grande. Cinco… diez… quince minutos pasaron desde que él había subido al metro, y ni una sola vez había escuchado el interfono hablar, las puertas abrirse ni a los pasajeros moverse. Y fue ahí cuando él abrió los ojos por primera vez. No parecía haber nada extraño, excepto por la mujer en frente. Tenía un libro en entre las manos y sus gafas estaban un poco caídas. Su cuerpo se movía con el movimiento del vehículo, pero ella no parecía ni estar respirando, no pasaba las páginas, no parpadeaba… Él desvió un poco la mirada, y se dio cuenta de que no solo ella, todos los pasajeros parecían estar muy quietos, muy callados. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Por qué el metro no paraba? ¿Por qué la gente no se movía? ¿Por qué de repente hacía tanto frío? ¿Por qué él sentía que su cuerpo comenzaba a congelarse, que sus párpados dejaban de funcionar, su respiración se paraba…? ¿Quién le hubiera dicho a él que aquella noche, una noche más, él acabaría formando parte de la colección de estatuas de hielo del vagón fantasma del metro de Barcelona?

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