Reflejo en el cristal
Reflejo en el cristal
El traqueteo rítmico del metro acompañaba la conversación pausada del señor Dalmau y la señora Teresina en el interior de su convoy, hablaban de los recuerdos que sus padres les habían explicado el día de la inauguración del Gran Metro un martes 30 de diciembre de 1924. A su alrededor, el bullicio habitual: jóvenes con mochilas y auriculares, funcionarios diferentes, mujeres de diferentes edades y turistas con mapas en la mano. Mientras el aroma metálico del subterráneo se mezclaba con el eco de las puertas abriéndose y cerrándose.
—Mi padre decía que aquello fue un milagro, Teresina —comentó el señor Dalmau, ajustándose las gafas con un gesto lento—. Imagina, un tren bajo tierra, deslizándose como un pez por un río invisible.
—Mi madre contaba que la gente se apretujaba en el andén aquel día de invierno en plenas navidades. Todos querían ser los primeros en viajar en aquel prodigio moderno —respondió la señora Teresina con una sonrisa nostálgica, mientras observaba a una muchacha que apenas levantaba la vista de su móvil.
—Dicen que cuando aquel primer tren arrancó, la gente contuvo la respiración —continuó Dalmau—. Mi padre contaba que veían pasar los túneles oscuros y las caras emocionadas de los pasajeros reflejadas en los cristales. Era como si la ciudad entera se asomara a ese gran ventanal. Sentían que iban a una velocidad de vértigo, la falta de luz exterior hacía pensar que iban demasiado rápido. También decía que un señor con sobrero reluciente exclamó, ¡Dios mío, si seguimos así, llegaremos a París sin darnos cuenta!
—Y ahora, mírelos, Dalmau. —Teresina hizo un leve gesto con la cabeza a su alrededor, nadie miraba por la ventanilla. Un joven deslizaba el dedo por la pantalla, una mujer repasaba ansiosa los mensajes en su chat, un hombre veía un vídeo con auriculares.
—Las ventanillas han cambiado, vecina —suspiró Dalmau—. Antes, en ellas se reflejaban los sueños de una Barcelona que despertaba al progreso. Ahora, cada uno lleva su propia ventana en el bolsillo, donde el mundo pasa sin túneles ni raíles.
Teresina miró su propio reflejo en el cristal. Detrás de su cara, el túnel negro se extendía como un tiempo sin fin.
—Tal vez nada ha cambiado tanto —dijo con voz suave—. Seguimos viajando absortos en lo que pasa más allá del cristal, sea en un vagón o en una pantalla.
El metro llegó a Fontana, su destino. Dalmau y Teresina se levantaron con calma. A través de la ventanilla, los pasajeros seguían sin mirarse, sin notar que, a su lado, viajaba un siglo entero de historias.