Un hombre excepcional

Charlie

Lo recibí en la terminal de vuelos privados de El Prat. Enfundado en un traje gris perla de dos mil euros, me estrechó la mano con fuerza y lo acompañé hasta el Mercedes Mayback clase S de color negro. Le indiqué la agenda del día: visita a las oficinas locales, reunión con el Consejo de Dirección y charla con las jóvenes promesas de la compañía.


 


Como jefe de Relaciones Públicas, yo era el encargado de hacer lo más placentera posible la estancia de nuestro director mundial. Tras un almuerzo ligero, le llevé al Hotel Majestic de Paseo de Gracia, con la intención de recogerlo para la cena elaborada por el célebre Ferran Adrià.


 


Sin embargo, el máximo responsable de la primera empresa mundial de la moda me indicó que antes quería conocer de primera mano cómo vestían los ciudadanos de Barcelona. Le llevaré, dije, a las mejores tiendas, que precisamente están en este paseo conocido por ser epicentro de la arquitectura modernista. Para mi sorpresa, de su equipaje extrajo una sudadera verde, se quitó la americana y la metió en la maleta, entregó esta al mozo del hotel, se giró hacia mí con una amplia sonrisa dibujada en la cara y dijo vamos, pero no a esas boutiques tan lujosas, que de esas hay en todas las capitales; llévame al metro.


 


Sinceramente, no me atreví a objetar nada, así que dirigimos nuestros pasos hacia la estación de Plaça Catalunya y bajamos al vestíbulo. Él se apoyó en una columna y, con un brillo de curiosidad en sus ojos, se puso a observar el deambular de la gente que iba del interior al exterior y de la superficie a las arterias de la ciudad y de los que con más o menos prisa trasbordaban de una línea a otra; a los que hacían de aquella estación su lugar habitual de trabajo y a los que regresaban a sus domicilios tras la jornada laboral; a los turistas con sus maletas y sus bolsas de Louis Vuitton, Versace o Hermès y a los jóvenes que alegres se reunían para ir a tomar algo.


 


Mientras yo me preguntaba qué pretendía el máximo dirigente de una multinacional perdiendo el tiempo en el metro, me indicó que comprara un par de billetes y le llevara hacia algún punto de la ciudad. Me empezó a entrar un sudor frío por la espalda, pensando si me estaba poniendo a prueba y si mi carrera profesional, conducida con tanto cálculo hasta ese momento, corría peligro.


 


Tomamos la L1, la roja –le expliqué el señalética colorista de las líneas de metro del área metropolitana de Barcelona– y nos dirigimos a Sagrera. El vagón estaba abarrotado, yo con los cristales de las gafas empañados y él tan tranquilo, mirando aquí y allí a la multitud que, en su mayoría, fijaba la mirada en sus móviles. Al llegar a la estación, me dijo azul con aire divertido, y hacia la L5 que nos fuimos. A la altura de Diagonal, hice un intento por acabar con la aventura, pero él me pidió continuar hacia Cornellá para ver la transformación de la ciudad en las gentes que tomaban el suburbano, cambios perceptibles en el color de la piel, las señales de cansancio en los rostros y, por supuesto, en la indumentaria.


 


Llegamos tarde a la cena de Ferrán Adriá. Noté la mirada de mi superior directo como una lanza, pero el director general mundial no solo me exculpó, sino que añadió que esa tarde, desplazándose en metro, había aprendido más sobre marketing que en los cursos que imparten en Harvard o Yale.


 


Mi director local no entendió nada, pero Adrià guiñó un ojo y asintió. Y yo comprendí que son pocos, los hombres excepcionales.

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