UNA VIDA EN UN METRO

Llop Astut

Pilar tiene 90 años, la cara surcada por miles de líneas de expresión, que dibujan una vida de risas y lloros, de recuerdos entrelazados, cada línea un disgusto, una alegría, una pena, una pérdida, un nacimiento… Su marido murió hace muchos años, un cáncer, ¡maldita sea, por qué tenías que morirte! La dejó desolada, le salieron varias arrugas de golpe en su, por entonces, bien conservada cara. Fue el inicio de la soledad.


El metro es su mayor distracción, coge la línea 3 en Penitents, cerca de casa, pide que le cedan el asiento para mayores y se concentra en sus manos mientras pasan los túneles — prefiere no entablar conversaciones con desconocidos — y va hasta el final de la línea, en Zona Universitaria. Al llegar, sale a la calle y se sienta en un banco de la Avda. Diagonal, observa a la gente pasear mientras deja que el sol le acaricie la cara. La joven que pasea al perro, esa pareja haciendo footing con mallas de deporte, esa mujer desastrada que va murmurando enfadada ¡Pobre, está peor que yo esa!


Vuelve al metro, dispone de la tarjeta rosa y, por lo tanto, es una distracción que no le cuesta dinero. También hubiera podido optar por hacer viajes con el IMSERSO, pero no le apetece estar rodeada de vejestorios que solo hacen que criticar las comidas y las incomodidades de los hoteles. Le encanta mirar, con sus ojillos atentos y curiosos a la gente que entra en cada parada. Critica los vestidos de las jóvenes que enseñan más de lo que ocultan, los chicos barbudos, — ahora todos llevaban barba, mejor eso que los pelos largos de hace unos años atrás —, las parejas con sus carritos de bebé, que colocan en las zonas habilitadas para ello, y los mecen para que no lloren, como si el movimiento del propio metro no fuera suficiente. Le hace gracia ese hombretón con boina, que se agarra a la barra que corre por encima de las cabezas, ¡con esos mostachos, como Stalin, ja, ja! Se ríe para sus adentros.


¡Ay! ¡Los comunistas y los anarquistas, que habían causado tanto caos antes de la guerra!, después, el levantamiento nacional y la guerra civil, ¡qué periodo más horrible!, fue peor, mucho peor, el remedio de los salva-patrias que la enfermedad que quisieron erradicar. ¡Cuánto daño!, ¡cuántas muertes!, ¡cuánta destrucción! Pero una flor nació de esa tierra baldía y asolada: conoció al que sería su marido, Antonio, cuando ella visitaba a su hermano Sebastián en la cárcel, Antonio era su compañero de celda, ambos encerrados por rojos. Habían ido a la guerra con 18 años, ¡qué mal podían haber hecho! Antonio debió ser denunciado en el pueblo por envidias. No le había preguntado y él nada le había contado. Así que, cuando salió de la cárcel se casaron, fue un noviazgo entre rejas, no como las de los romances andaluces, donde el amante festeja a su amor, cantándole una serenata. Esas, las de la cárcel, eran rejas de oprobio, de miedo, de represión.


Se acuerda, de los años de penalidades, de cinturones apretados, de ahorrar peseta a peseta, hasta levantar un pequeño negocio, desde la nada. Luego vinieron los hijos, esos que ahora hacen su vida. ¡No les recrimino nada, es lo normal!, ¡que van a hacer con una vieja como yo!


Luego de vuelta a casa, va a comprar cualquier cosa para comer, ve la tele en la butaca del comedor, el mismo que compartió con Antonio y los hijos durante tanto tiempo, ahora vacío.


Pasan las estaciones, pasan las vidas, pasa el día. Si no existieran los metros habría que inventarlos. 


 

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