Recuerdos de aquellos viajes
Hundido en el enorme sofá, esperaba con impaciencia a mi abuela, caminaba de allí para allá, haciendo ademanes con las manos, y cada vez que veía que salía y entraba de una habitación, sostenía algo diferente entre las manos. Todas las mañanas esperaba a que estuviera lista para por fin salir de camino a la escuela. Y al fin, mi rostro se iluminaba cuando escuchaba el tintineo de las llaves, indicando que íbamos a salir ya.
Recuerdo el tacto calloso pero cálido de la mano de mi abuela. A pocas calles de casa, podía ver a lo lejos, en un cartel tan alto que me parecía que tocaba las nubes, el de la estación de metro. Aun sosteniendo la mano de mi abuela, bajaba los escalones en pequeños saltos, mientras recitaba los números con una sonrisa, como queriendo demostrarle a ella que sabía contar hasta el infinito. Justo llegando al último peldaño ella soltaba mi mano, oportunidad que aprovechaba para corretear hasta las puertas, aquellas que en mi mente se abrían con magia, pues siempre estaban cerradas, pero cuando yo estaba enfrente de ellas, me daban la bienvenida, dejándome pasar, abriéndose y saludando con un pitido divertido. En mi mente tenía la teoría que era porque me reconocían.
Cuando llegábamos al andén, caminábamos hasta el otro extremo, y con mi mano siempre agarrada a la de ella, echaba un vistazo a las vías. Era una sensación extraña, una mezcla entre vértigo y emoción. Con mi baja estatura sentía que aquella profundidad me consumiría, pero no podía apartar la mirada. Pasaba lo mismo con el túnel, aquella oscuridad me intrigaba, sentía cómo mi terror por la oscuridad se veía opacado por la emoción de ver cómo el metro surgía de allí como un rayo de luz ultrarápido. Nunca me tomaba por sorpresa, pues metálicos ruidos anunciaban su llegada. Amaba la sensación de pasar por las puertas después de ver la mano de mi abuela oprimir aquel botón, brillante, que tanto me cautivaba, dejándome deseoso de algún día ser tan alto como para alcanzarlo. Era curiosa la dualidad entre las estaciones del año, en verano, el alivio inmediato del aire acondicionado, en invierno, el deseo de sentarme sobre las piernas de mi abuela para sentir su calidez. En los días en los que más energía desbordaba, intentaba entre risas mantener el equilibrio mientras el metro avanzaba a gran velocidad; disfrutaba de la sensación de aventura.
Pero la realidad es que, en la mayoría de las ocasiones, prefería sentarme junto a mi abuela, ilusionado de escuchar historias que ella misma había vivido en el metro, de aquella Barcelona de cuando era niña. Yo me sorprendía... ¿Cómo era posible que el metro fuera tan antiguo? ¿Tanto como para acompañar también a mi abuela en sus viajes a la escuela, igual que a mí? Me contaba lo diferentes que eran las estaciones, los andenes, los carteles, e incluso los propios metros. Recuerdo que me contó cómo era algo muy nuevo para ella, incluso que al principio le daba miedo. ¡Creía que el metro se la iba a comer, como una serpiente! Para mí, el metro reflejaba la sensación de una persona confiable, amable, como el de un abuelo, dulce, pero determinado y audaz. Tal vez aquella personificación que mi mente creó fue la que provocó aquel gran cariño que terminé teniéndole a este medio de transporte.
Incluso al día de hoy, aún lo sigo tomando diariamente para ir a la universidad, extrañando aquellos viajes, en compañía de mi abuela y el metro. Y al igual que cuando era pequeño, siempre terminaba llegando a tiempo a mis clases.