El hombre que robó la luna
Un hombre huía la noche con la luna escondida bajo su abrigo, apretada contra su corazón. Esa misma noche, en la misma ciudad, una mujer perdió la inocencia. ¡Qué casualidad!
Otro escritor podría haber inferido que el ladrón y la cortesana fueron creados para estar juntos. Pero no esta escritora. Dejo a ambos la libertad de resolverse por sí mismos.
La prostituta, junto con la inocencia, se había liberado del último cliente. La pobrecita derramó sus lágrimas y sus tetas sobre una cama, libres de ropa, pero todavía oprimidas por la soledad. Quizás lloraba por el ladrón, se pregunta esta autora. Nadie me responde.
El delincuente tomó un metro, línea amarilla. Corría a toda velocidad, pero aun así no corría lo suficiente. El pícaro se habría encargado personalmente de remolcar todo el vagón, si hubiese cambiado algo. La aprensión estaba devorando las uñas de sus dedos y cuando terminó, estaba a punto de pasar a las manos del vecino cuando...
La desvergonzada se recompuso. Al darse cuenta de que nadie había venido para devolverle la virtud, recogió sus pechos esparcidos sobre las sábanas y los metió en un corpiño floreado. Después, bajó las escaleras, dirigiéndose a la parada de la línea amarilla.
… en medio del silencio, se oí a la luna asfixiarse en el traje de aquel canalla. Cada latido exprimía los pocos centímetros cúbicos de aire de que la prisionera se apropiaba entre una sístole y la siguiente de su captor.
¿Qué pasaría si explotara una estrella en el metro de Barcelona? Los astrónomos entre ustedes me señalaran que la luna no es una estrella. Yo respondería que soy astróloga y que apenas unas horas antes, en esa misma línea amarilla – maldito sea ese color - había ocurrido un arrebato. Como nadie se había dado cuenta, la chispa había provocado un incendio.
Unas horas antes, cuando aquella mujer aún tenía su inocencia y aquel hombre aún no tenía la luna, el metro de Barcelona había vuelto a realizar el milagro: encender una llama para apagar un silencio. Y así, las miradas de aquellos dos pirómanos se habían encontrado y se habían prometido para siempre.
El tiempo le ha dado la razón al más románticos de mis (pocos) lectores: ese esclavo de la noche y esa discípula del placer fueron escritos para pertenecerse el uno al otro. Pero entonces, ¿por qué ese hombre había robado la luna y esa mujer lloraba desesperadamente?
Sencillo. Todo era culpa de ese satélite pálido y enfermizo. Tan cambiante, tan tímida, tan cobardica. Ese bribón no debería haberle quitado al cielo su parte de humana belleza. Por eso, el cielo lo maldijo.
Ella, con su vulgar maquillaje, quería ocultar su naturaleza soñadora; quería amor. Y el astuto lo intuyó, pero no conociendo otra seducción que el robo, le prometió lo imposible; le prometió la luna.
Pero ¿qué tenía que ver eso con la petición de ella? La desvergonzada no tuvo tiempo de demandárselo, porque él ya había salido a pescar la luna. Entonces ella se fue a casa y vendió su amor.
Aquel día, en aquella línea amarilla, en su propio coche – ojo, eso no fue casualidad, sino que sucedió gracias a esta autora – cuando ella entró, el corazón del bandido no pudo aguantar más. Por un momento todo su cuerpo quedó suspendido en un espacio desconocido, donde su sangre no palpitaba. Luego, toda junta se derramó en sus ventrículos y golpeó la luna, aplastándola con un amor lejano, incomprendido.
Así como había comenzado, igual terminó esa historia de amor, o quizás de tragedia: con una explosión. Boom.