Una estación de Metro

Alejandro Siles

Llueve a cántaros. Decido cruzar a todo correr la Gran Vía, es absurdo esperar, no tiene pinta de parar en todo el día, y ya van un par de semanas. La universidad, a mi espalda permanece ajena al diluvio, sin queja. Bajo las escaleras del Metro deseando ponerme a cubierto y, cuando lo consigo, me siento como si me hubiera dado una ducha con ropa. Paso la tarjeta y se me abre la barrera. Dejo una estela a mi paso. Una vez en el andén la pared me habla. El slogan inspirador es justo lo que necesitaba para seguir. Sonrío. Entro al vagón y se cierran las puertas. Y entonces lo veo.


 


Tiene la sonrisa más bonita del mundo. Nuestras miradas se cruzan. Y me percato de que es el amor de mi vida. Me tiemblan las piernas. No se atreven a ejecutar lo que mi cerebro les ordena. Ha sido un segundo de duda, no volverá a pasar. El sonido de cierre de puertas me da una bofetada. Y entonces me levanto y estiro de la palanca de emergencia. Las puertas se abren de nuevo. La gente me mira con cara de asombro unos y de indignación otros. La he liado gorda. Lo sé, pero también sé que vale la pena. No me lo pienso dos veces. Salgo corriendo para alcanzar el vagón del sentido contrario. Subo por las escaleras mecánicas de dos en dos y bajo hacia el otro andén sin apenas apoyar los pies en el suelo. Vuelo. Aún así, cuando llego, el último vagón se aleja con mi corazón roto.


 


Agacho la cabeza y me agarro con fuerza las rodillas que no dejan de temblar. Intento recuperar el aliento y la dignidad. Y entonces, una mano me roza el hombro a la vez que un escalofrío recorre mi cuerpo. Me levanto y la veo delante de mí, empapada de felicidad. No puedo entender lo que está pasando. No hay nadie más, sólo ella y yo. Y es entonces cuando soy consciente de que he encontrado al amor de mi vida en una estación de metro.


 

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