Seguimos contigo
El metro de la L3 llegó con su característico bullicio de siempre, y me subí casi por inercia, buscando un asiento libre, pero fue en vano. Me quedé delante de la puerta, mirando por la ventanilla.
Las luces del andén parpadearon antes de desvanecerse en la oscuridad del túnel. Me apoyé en una pared y dejé que el traqueteo del tren me envolviera, mientras mi reflejo tembloroso en el cristal se fundía con la negrura del túnel.
No pude evitar fijarme en una hoja de papel arrugada que había en el suelo del vagón. Miré con más atención y vi garabateado un tres en raya. Eso me hizo acordarme de cuando jugaba con mi abuelo, sentados en el sofá, con su tablero de madera entre nosotros.
Me reí, recordando lo que me decía siempre que yo ganaba: “Fullera, que eres una fullera”. La gracia es que era él quien hacía trampas. Siempre me quejaba, pero se hacía el sueco.
Suspiré y me incorporé, bajando la mirada y, sin darme cuenta, mis manos se cerraron en torno a un paquete de galletas que llevaba en la mochila. Mi abuela. Su recuerdo me envolvió con una calidez infinita; siempre que la veía llevaba un paquete de galletitas de estrellas de chocolate para mí en su bolso.
Sonreí con nostalgia y cerré los ojos por un instante. Y entonces, otro recuerdo apareció con la misma nitidez con la que uno reconoce una canción de la infancia. Un día en la primaria, al salir de clase, allí estaban los dos, esperándome. No los veía tan a menudo porque vivían lejos, pero en cuanto los vi, recuerdo haber corrido hacia ellos sin pensarlo dos veces. Me envolvieron en un abrazo gigantesco y mi abuela, como siempre, sacó de su bolso las galletitas que tanto me gustaban. Mi abuelo hizo algún comentario para chincharme, y yo protesté, aunque en el fondo me encantaba.
La luz de un anuncio luminoso me devolvió brevemente al presente, recordándome que estaba en el metro. Pero cuando la imagen publicitaria pasó y el túnel volvió a sumirse en la oscuridad, regresó el mismo recuerdo, pero con algo diferente. Ya no me veía a mí misma. Solo estaban ellos dos. Mi abuelo y mi abuela, sonriéndome como si estuvieran ahí delante, mirándome.
Sentí un nudo en la garganta. No sabía si era mi imaginación, si el cansancio me estaba jugando una mala pasada o si, por un instante, el tiempo se había doblado sobre sí mismo para regalarme un momento más con ellos. No me importaba. Apreté los labios, sosteniendo una lágrima que amenazaba con caer, y susurré en mi mente:
—Os echo mucho de menos.
Y, en la profunda quietud del vagón, creí escuchar sus voces, tan claras como en mis recuerdos:
—Y nosotros a ti.
El metro llegó a la siguiente estación. El reflejo se desvaneció. Me sequé una lágrima antes de que cayera por completo y salí, con el corazón encogido, pero también un poco más ligero. Las puertas del metro se cerraron con un sonido sordo detrás de mí. No lo sentí como una despedida, sino como un susurro en mi oído: “Seguimos contigo”. Sonreí, porque, en el fondo, siempre lo supe.