Passeig de Gracia
Passeig de Gracia
Hay quien la ve en una puesta de sol, bien encuadrada. En los sedosos pliegues de una tela cincelada en mármol de Carrara. En la mirada azul o en la melena azarosa que ronronea con el viento entre un rumor de pétalos de Botticelli. Podrían ser tres con Rubens. O legiones, que la ven en un halo de luz que atraviesa el cielo y la califican de divina y matan por esa especie de alucinación colectiva . Mi padre siempre cuenta que los andaluces la tienen, y que la zarandean a su antojo en quebradizas representaciones que uno no sabe dónde empiezan y dónde acaban.
Lo cierto es que mi madre aquel día perdió el norte. Que a veces, es la suerte la que te enreda los pasos con el azúcar del deseo. Y el de mi madre aquel día era simple: el sol de la rambla. Descansar un ratito al sol y ver pasar la gente.
Pienso en la cara de aquel hombre al abrirse las puertas y verla en su estado. En su compañero más joven ayudando a mi madre. En la previa conversación de ambos, abruptamente congelada: quejándose del compañero que no curra, o del trepa al que acaban de ascender y se cree el amo de este imperio del subsuelo. Pienso en lo poco iluminada que estaría la estación entonces, hace hoy veintisiete años. Y en los turistas, que aceptarían aquel suceso como uno más de los que ocurren en las mil y una Barcelona.
Pienso en lo corto de aquel paseo que ahora recorro y que va desde la andana a la pequeña oficina donde descansaban y puede que a veces lloraran, o se carcajearan brindando con una copita de cava aquellos dos compadres los días de fiesta en los que el cuadrante, contundente, marca la suerte.
Yo la tuve (suerte) al encontrarlos: dos extrañas e improvisadas y velludas matronas como recién salidas de un cuento de Chejov: El viejo Manel y Jeray el Joven. Acostumbrados los dos a los trasiegos de la sombra y el olor a amianto de los frenos de los vagones, ayudando ahora a una señora a dar a luz.
Pienso en las gafas empañadas de Manel, en los tatuajes bañados en sudor de Jeray y en la breve sonrisa de satisfacción de ambos: La mirada cómplice, absolutamente compañera al terminar y dejarme, con el cordón aun colgando, sobre el pecho de mi madre.
Unos la ven en un poema bello, en un final hermoso y de película, en una sonrisa, en un beso.
Yo pienso en la gente ansiosa por llegar a cualquier parte. Y en que pocos de ellos tienen la suerte de conocer, exactamente, el lugar dónde llegaron al mundo. Yo la veo en esta pequeña oficina que ahora contemplo como un oráculo. Un agujero en el tiempo. Como a un animal que aparece de repente en el lugar que no toca.
Mi Madre guardó aquel recorte de periódico como una suerte de salvoconducto, como el billete sin picar de mi destino. Mi padre el pobre, se limitó a asentir con la cabeza cuando la enjuta reportera de turno, en un alarde de malabarismo periodístico que tanto gusta y que busca siempre un buen final para una historia, le espetó en plena cara una pregunta cerrada, definitiva: ¿Supongo que el nombre de la niña le viene puesto, no es cierto?
Maktub lo llaman los árabes. Es aquello que siempre halla la manera de suceder, de realizarse de cualquier forma por maravillosa que parezca.
Unos la encuentran en iluminados padres de la iglesia. O en curanderos con más teatro que talento. En un libro, una montaña, una catedral...Yo tuve la suerte de encontrarla en una salita de estación de metro. Y en gente que, sin saberlo, opera pequeños milagros cada día.
Tiene gracia.