Entre estaciones

Nerechu

El tren llegó envuelto en un sonido hueco, como un suspiro metálico. Sofía entró sin pensarlo demasiado, como hacía cada noche. Se acomodó junto a la puerta y cerró los ojos. El traqueteo del vagón solía arrullarla, pero esta vez sintió algo distinto: una presencia intangible, un peso en el aire.


 


Entonces, escuchó una voz. No era un murmullo común, ni una conversación.


 


—No puedo seguir ocultándolo. Alguien lo descubrirá.


 


Abrió los ojos de golpe. Miró a su alrededor. Los demás pasajeros permanecían absortos en sus teléfonos, en sus libros, en sus pensamientos. Nadie hablaba. Pero la voz continuó, más clara esta vez:


 


—Si supieran lo que hice, me encerrarían.


 


Sofía sintió un escalofrío. La voz no provenía de ningún lado en particular. Flotaba en el aire, como si el tren mismo se la susurrara. Contuvo la respiración. Entonces, más voces se sumaron:


 


—¿Y si nunca llegamos a nuestro destino?


 


—No quiero volver a casa. No quiero enfrentarme a ella.


 


—Algo no está bien. Algo va a suceder.


 


El murmullo se transformó en un torbellino de pensamientos atrapados. Sofía miró por la ventana y reconoció las paredes del túnel del metro de Barcelona, con sus carteles publicitarios iluminados a intervalos irregulares. Pero algo estaba mal. Las estaciones no llegaban. Las vías parecían alargarse interminablemente, sumergiendo al tren en un bucle sin fin.


 


Su reflejo en el cristal le devolvía la mirada. Pero no era exactamente su reflejo. Los ojos eran los mismos, sí, pero algo en la expresión era ajeno, vacío.


 


El tren seguía avanzando sin detenerse. La angustia le oprimía el pecho. Se levantó y caminó hacia las puertas, pero estas no se abrieron. Tocó el botón de emergencia. Nada. Miró a los pasajeros, buscando en sus rostros la misma inquietud que sentía, pero todos seguían absortos, como si no escucharan nada.


 


—No debí subir —pensó.


 


Y, al instante, su pensamiento resonó en el vagón:


 


—No debí subir.


 


—No debí subir.


 


—No debí subir.


 


El tren aceleró. Las luces del techo chisporrotearon y el suelo pareció temblar bajo sus pies. Sofía se echó las manos a la cabeza, tratando de taparse los oídos, pero las voces estaban dentro de su mente. Corrió hacia la cabina del maquinista. Golpeó la puerta con fuerza, intentando abrirla, pero la manija estaba fría, pegajosa, como si fuera parte de la estructura. Un grito se formó en su garganta, pero nunca llegó a salir. El aire se volvió pesado, irrespirable.


 


Entonces, las voces se callaron.


 


Y el tren se detuvo.


 


Sofía cayó de rodillas, con el corazón desbocado. Miró a su alrededor. Los pasajeros no se movían. Eran figuras rígidas, congeladas en sus posiciones. El tren había llegado a una estación. Pero no era la suya. No era ninguna que hubiera visto antes. La negrura tras las puertas se extendía como un abismo sin fondo.


 


El pitido de las puertas automáticas sonó, invitándola a salir. Pero Sofía no se movió.


 


Porque ahora entendía:


 


Este no era su tren.


 


Nunca lo había sido.

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